2. El niño del pelotazo en el hocico - parte II

657 74 28
                                    

Esa tarde Cristóbal completó el trayecto hacia el condominio en compañía del Chocolito Paulo, como lo llamaban sus amistades. «Choco», cuando se ponía antipático. Se conocían desde antes de caminar. A veces discutían y se enojaban por cosas sin mucho sentido, pero siempre estaban el uno para el otro. En las chiquilladas, en las fiestas de cumpleaños y hasta en las peleas de puño en donde el moreno y el bueno para la pelota de Paulito se llevaba la peor parte por ser aquel que reaccionaba como un felino encolerizado y a la vez protector.

Luego de que ambos acordaran reunirse a las cinco de la tarde con la idea de planificar el canal futbolero que harían para YouTube, uno de reacciones, Cristóbal ingresó a su casa con talante cabizbajo. Lo esperaba doña María, la encargada de cuidarlo cuando sus padres trabajaban (también de frecuentar el hogar cada vez que tomaban vacaciones, incluso con la organización de los vecinos para protegerse de la delincuencia. Era la señora de confianza de la familia, una ancianita chocha que le encantaba estar siempre activa y dispuesta a sacar de apuros a los demás), con el plato de comida que solía enloquecerlo: arroz con pollo arvejado y papas fritas. Pero ni siquiera ese dulce regaloneo bastó para sacarle una sonrisa. En seguida acudió al espejo del baño para mirar el estado de su mejilla y, de pronto, se paralizo. Por primera vez había contemplado su pícaro rostro como uno que sí podía gustarle a las niñas. «¡Soy hermoso!», se dijo a si mismo, arqueando la ceja derecha. Siempre escuchó, por parte de los adultos, que su cabello castaño claro y revuelto le daba un aire de niño especial. O también le destacaban las largas pestañas que dieron origen al sobrenombre de «Pestañota». Mientras fue guagua, porque con el tiempo, ya crecido, lo llamaron nada más que «Cris»; pero la mayoría lo pronunciaba sin la «s». Lo estimaban guapo, y para él nunca había sido un tema relevante... hasta ahora.

—¡Esa fue la peor temporada del futbol chileno en años! —exclamó el enjuto Paulo en el dormitorio de Cristóbal, frente a la pantalla del notebook— De partida, el torneo estuvo muy aburrido. Además fue el año en que los naranjitas de Deportes San Romeo bajaron de primera B y... oye, te estoy hablando. ¿Me escuchas o no?... ¿Está Cri? —esperó un poco— Voy a comenzar a mirar páginas cochinas en el PC de tu mamá... y van a quedar en el historial... ¡Uy!, lo que estoy viendo —pero no consiguió respuesta alguna—. ¡Cristóbal!

No hubo caso, no reaccionaba. Cris estaba ahora inmerso en un mundo paralelo, en una dimensión desconocida de la que solo podría volver si dejaba de pensar en Camila. Y digamos que así también ocurrió durante el sábado y el domingo, aunque cada vez peor. Las palabras que esa tarde Paulo le había dicho en medio del partido comenzaban a actuar como un fastidioso eco en su imaginación; veía a Camila en una fiesta, en compañía de algún chico de quince o dieciséis años. La imaginaba enamorada de alguien mayor y con onda, totalmente opuesto a lo que él era. «Qué rabia no ser grande», qué rabia sentía.

Aquel fin de semana Cristóbal se propuso una sola cosa: el mismo lunes tendría que acercarse a ella, aun si cometía el peor error de su vida. 

Jerónimo sin cabeza [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora