10. El bosque de la bruja Tenanye - parte I

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La caída fue más suave de lo pensado, pero no fue suficiente para evitar que la hojarasca tomara impulso desde el suelo y le callera sobre la cabeza. ¡Vaya recibimiento! De inmediato Cristóbal saltó como un resorte del colchón que había formado y se sacudió.

Había algo especial en aquel aire. Estaba lejos de ser como el de San Romeo, lleno de estridencia. No se respiraba cemento. Lo que sintió nuestro amigo fue un viento agradable a los sentidos. Nada embriagador. «¿Y esto es lo que llaman aterrador?», musitó. «Será mejor buscar esa pelota y listo».

Comenzó a echar vistazos para todos lados e hizo memoria por dónde la pelota pudo haber caído. En eso, sintió que algo de metal estaba debajo de sus zapatos escolares. Sacó el pie y se encontró con los lentes poto de botella del Petiso Álvarez que el año anterior había arrojado junto con los niños del condominio. Fue un sábado en el que el Petiso no paraba de hacer alardes con su nueva bicicleta, jactándose de ser el chico con más dinero del lugar. En esa oportunidad Paulo y los otros se encargaron de tomarlo por los brazos, entretanto que Cris le quitó los lentes y en dos segundos se dirigieron al muro para lanzárselos y preguntarle qué tan rápido podía conseguir otros anteojos. Aquel fin de semana ningún niño salió a jugar, puesto que nadie se quedó sin castigo después del reclamo de los padres de Álvarez.

Cristóbal sonrío con el recuerdo. Tomó los lentes y los introdujo en la mochila. «Será una buena forma de pedirle perdón», pensó.

Siguió buscando durante otros diez minutos hasta que por su cabeza llegó la idea de que el balón, tal vez, pudo haberse adentrado unos cuantos metros. Antes de meterse en la espesura de los árboles, le llamó la atención el perfecto estado en el que se encontraban las mesas y bancas en las que años atrás las familias hacían tardes de camping. Ninguna apolillada, ninguna roída con el tiempo. Ni siquiera un asomo de enredaderas. El barniz parecía estar fresco y era como si alguien las hubiese perfumado con azucenas. Además, tenían plantas en maceteros con mosaicos de cemento y arreglos florares alrededor. La entrada lucía pulcra y ordenada. De pronto, en medio de este cautivador panorama, Cristóbal se percató de que apenas ingresó al bosque había dejado de escuchar lo que pasaba al otro lado del muro. Quizás Paulito lo llamó a gritos y no lo sintió. Fue como si una vez estando ahí, el mundo de la ciudad desapareciera.

Revisó bajo cada una de las mesas y nada, así que el siguiente destino sería la inmensidad de los árboles. Lo primero que pudo reconocer fue una floresta de raulíes que por cada diez metros formaban un círculo para dar espacio a imponentes robles. La hojarasca, lejos de oler a barro o a estiércol, emanaba aromas que lograban que todo ser viviente entrara en un estado de absoluta calma y paz interior. Después, a un costado de un pequeño sendero, y para su sorpresa, se encontró con dos planchas de poliuretano como las que había utilizado en el muro; y doce metros más allá, otras cuatro esponjas lava lozas. Le produjo un poco de extrañeza, pero de igual modo continuó con la búsqueda.

El bosque no era lo que contaba la leyenda local de San Romeo: no tenía nada de aterrador. O tal vez lo sintió de esa forma porque era de día. Seguramente en la oscuridad de la noche aparecerían los vampiros y los hombres lobos a hacer de las suyas, si es que de veras existían. Lo único cierto es que Cristóbal se divertía en tanto que buscaba el balón; y la idea de una horrible bruja o la de un hombre sin cabeza llamado Jerónimo, historias que conocía de pequeño, no ponían límite a su imprudencia y, a estas alturas, curiosidad por conocer más.

Siguió caminando hasta percatarse que se había alejado lo suficiente del muro. ¡Y la pelota aún no aparecía! Cuando por fin le bajó un temblequeo, y pensó que no era conveniente seguir en el bosque, divisó entre unos matorrales lo que parecía ser el balón de Paulito. Problema resuelto; era cosa de tomarlo y volver hacia el muro. Una vez allí correría los maceteros de las bancas y trataría de apilarlos, formando una suerte de escalera para llegar al remate superior. Era el único plan que tenía. Se acercó y apartó las hojas. Lo tomó. Pero se llevó un buen chasco al ver que no era lo que buscaba. En su lugar había tomado una bola de cabellos ensortijados en la que más abajo pudo leerle una inscripción: «Tenanye». Tragó saliva y un escalofrió le recorrió el cuerpo. Lentamente dio vuelta la supuesta pelota y, antes de lanzar un grito monstruoso, escuchó:

—Hace más de tres horas que te estoy esperando para ver si me traes noticias de cómo puedo llegar al Doctor Cupido. Espera, no eres mi cuerpo... ¡eres un niño! —exclamó Jerónimo.

El grito de Cristóbal espantó a algunos zorzales que merodeaban el lugar. Cayó al suelo de espaldas, al mismo tiempo en que a la cabeza la mandó a volar a dos metros de distancia. De inmediato intentó incorporarse, pero las piernas le flaqueaban del terror.

—¡Hey!, ¡tranquilo! No te haré nada, amiguito —dijo Jerónimo una pizca adolorido por el trastazo. Después se dirigió a su cuerpo que por fin regresaba de su cometido—: ¡Vaya!, ¡al fin te dignaste a volver! Tenemos un nuevo amigo, salúdalo.

Cristóbal miró hacia atrás. A sus espaldas un largo cuerpo descabezado, vestido tal como el día en que Jerónimo dejó de existir de manera terrenal, con los jeans aflautados y la chaqueta de mezclilla, le mostraba un entusiasta saludo con la mano derecha. El pequeño volvió a gritar hasta desgañitarse. Luego consiguió ponerse de pie y echó a correr. Aunque esta vez, ya ni siquiera sabía en cuál dirección. El pánico lo había atenazado.

—¡Oye, estás yendo hacia el corazón del bosque! —gritó Jerónimo— ¡De verás que no te haré nada! ¡No vayas para allá, no hacia Tenanye!

Los gritos de Jerónimo comenzaron a perderse tras él. Las palpitaciones de Cristóbal estaban a mil, y no podía ver en qué momento poner el freno. Solo correr y tratar de estar seguro, lejos del fantasma, lejos de la muerte. Horrorizado, angustiado. Corrió a enormes zancadas y sorteando ramas. Con las manos, con los pies. Lo que fuera para abrirse camino sin saber dónde. Nada lo detenía. Incluso no le importó en lo absoluto ver que el trayecto se cortaba abruptamente en un río pantanoso. Tendría que ejercer un esfuerzo titánico para saltar y llegar a la otra orilla. Y no dudó en hacerlo. Fue tanta la desesperación que apretó los dientes y se lanzó con todo; sin embargo, no pudo llegar. Le faltaron dos metros y medio. Lo que más cerca tenía, para ponerse a salvo, era una rama a treinta centímetros de su brazo extendido. Poco a poco y por más que intentaba mantenerse a flote, las aguas comenzaron a llevarlo hacia el fondo. Qué ridícula manera de morir: escapando de un fantasma sin cabeza y ahogado en un río pantanoso. ¿Y su familia?, ¿y sus amigos? Nunca más vería a Camila. No lograría sus sueños ni volvería a vibrar con el fútbol. Sería recordado como Cri, el tonto que se atrevió a meterse en el bosque por una pelota.

El pequeño fue cerrando los ojos, aceptando el inminente deceso. Una luz, una diminuta luz al dar el último vistazo. Era el sol. Mirarlo una vez más bajo el agua. El sol. Qué bello era. Sí, el sol y... una mano. Sí, una mano. ¿Una mano? El niño abrió el doble los ojos y vio cómo el cuerpo, el mismo del que antes había escapado, lo llevaba directo hacia arriba, hacia la vida. Por fin pudo tomar una bocanada de aire mientras que, con la ayuda del cuerpo, logró apartarse del peligro. Jerónimo los esperaba en la orilla, apenas cubierto por las hojas de un sauce llorón.

—Ya estás bien, amigo. Créeme que nada te haré. Ya estás bien —dijo Jerónimo con evidente alivio, antes que a Cristóbal se le nublara la vista y perdiera el conocimiento producto del cansancio y del shock.


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PALABRAS DEL AUTOR

¡Hola! Espero que sigas disfrutando esta historia. 

Muchas gracias por leerme y... bienvenido sea tu comentario (también tu voto. xD).

Un abrazo. 

Jerónimo sin cabeza [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora