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Eran cerca de las cinco menos diez de la mañana cuando me desperté enredada entre las sábanas grises de mi cama, con la cabeza a punto de caer por un extremo del colchón y los pies cerca de la almohada. Sentía el cuerpo un poco dolorido y cansado, pero por alguna extraña razón, no tenía sueño.

Me liberé de las sábanas y tras ponerme en pie, me calcé mis zapatillas y miré a través de la ventana el oscuro cielo, salpicado por unas pocas estrellas. Posé mi mano en el cristal frío como el hielo, y sonreí a mi pueblo: a sus habitantes, a su naturaleza, a su olor tan acogedor.

Por mucho frío que hiciera a las mañanas, siempre podía notar una calidez que nunca abandonaba el lugar, una calidez que me hacía sentir segura y libre al mismo tiempo. Una calidez que me daba los buenos días cada vez que el despertador de mi mesilla sonaba y abría mis ojos; y las buenas noches cada vez que me metía en la cama y me acostaba hasta que mi despertador volvía a sonar. Una calidez que siempre me recordaba que aquel era mi sitio, que aquel era mi hogar. Eso es. Un lugar al que llamar hogar, creo que eso era para mí la posesión más valiosa que alguien pudiera tener. El tesoro más preciado, un tesoro que jamás podías perder.

El niño de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora