A mi madre le tocó lidiar mucho conmigo, pero creo que a pesar de todo lo encontró divertido.MARK TWAIN.
Reconozco qué fui un desastre como quinceañera. Desde luego, no era la quinceañerita del montón, consentida, incapaz de mantener su habitación presentable y con actitud rebelde. No, yo fui tu monstruo manipulador, mentiroso y con lengua viperina, que aceleradamente se dio cuenta de que las cosas se podían almodar a su voluntad mediante unos pequeños ajustes. Ni el más imaginativo de los guionistas de telenovelas hubiera podido crear jamás una peor «arpia» que yo. Todo me salía a las mil maravillas con sólo unos cuantos comentarios desagradables aquí, un par de mentiras allá, y tal vez una mirada iracunda para redondear la actuación. O por lo menos así lo creía.
En términos generales, y en apariencia, yo era una buena chica,. Una niña retozona, de nariz respingada, aficionada a los deportes en forma muy competitiva (un giro literario para describir a una chica agresiva y exigente). Me imagino que está fue la razón por la cual la mayoría de la gente me permitió darme el lujo de «salirme con la mía», utilizando lo que hoy denomino «Táctica de comportamiento de tractomula», osea una total indiferencia por lo sentimientos y valores de los demás. Asi fue por lo menos durante algún tiempo.
Como yo era lo suficientemente perseptiva para doblegar a ciertas personas a mi voluntad, no puedo sino asombrarme al pensar lo mucho que me demoré en darme cuenta del daño que le estaba causando los demás. No sólo logré espantar a mucho de mis mejores amigos; también tuve gran éxito en sabotar la situación más preciosa de mi vida: la relación con mi madre.
Hoy, diez años después de mi «reencarnación», cada vez que escudriño mi comportamiento pasado en mi memoria, no dejo de abismarme. Comentarios hirientes que repartía cual latigazos sobre las personas que más quería. Actos colmados de furia y confusión que parecían dominar toda mi vida, encaminados a garantizar el cumplimiento de mi santa voluntad.
Mi madre, quien había dado a luz a los treinta y ocho años en contra de la voluntad del médico familiar, me decía con una tremenda pesadumbre: «¡Por favor no me ahuyentes! ¡Te he esperado tanto tiempo! ¡Yo sólo deseo ayudarte!»
Asumiendo un semblante de estatua de piedra, yo le contestaba:
«Nunca te solicité; jamás te he pedido que te preocupes por mí. Olvídate de mí y déjame tranquila!»Mi madre comenzó a pensar que yo hablaba en serio. Mi comportamiento así lo indicaba.
Para conseguir a toda costa lo que quería, me volví desconsiderada y manipuladora. Al igual que tantas chicas jóvenes, solo bastaba que algún muchacho fuera mal visto y díscolo para que de inmediato yo quisiera salir con él. Me ausentaba de la casa a cualquier hora del día o de la noche, para demostrarle el mundo que a mi nadie me detenía. Me volví una malabarista de mentiras complejas, que cual bombas de tiempo siempre estaban a punto de explotarme en la cara. De manera permanente buscaba formas de llamar la atención, a la vez que procuraba volverme invisible.
Desearía poder decir, irónicamente, que era una drogadicta consumada, que tomaba pastillas causantes de desequilibrios mentales y que fumaba sustancias qué alteraban la personalidad. Así podría explicar la razón de las terribles palabras cortopunzante que cual cuchillos salían de mi boca. Pero no se trataba de eso. Mi única adicción era el odio; mi único estimulante era en inflingir dolor.
Con frecuencia me pregunta, ¿por qué? ¿Cuál era la necesidad de herir a otros, y sobre todo a aquellos que más quería? ¿Había alguna razón valedera para decir tantas mentiras? ¿Qué me impulsaba a atacar a mi madre? Hasta que, un buen día, el castillo de naipes se derrumbó en un demencial intento de suicidio.
Después de un intento fallido y poco convincente de lanzarme desde un automóvil que se desplazaba a 120 kilómetros por hora, algo se destacaba todavía más que mis tenis sin cordones. Despierta, en el lecho de la habitación de mi «refugio veraniego» (nombre que le puse al hospital), llegué al convencimiento de que no quería morir.
Además, estaba segura de que no quería seguir causándole dañó a los demás buscando encubrir lo que verdaderamente quería esconder: el odio que me tenía mi misma. Ese odio que yo había desencadenado sobre los demás.
Por primera vez en muchos años pude observar la cara angustiada de mi madre. Sus cansados ojos color castaño solo reflejaban agradecimiento por esta nueva oportunidad que se le brindaba a su hija bien amada, que había traído el mundo a los treinta y ocho años.
Éste era mi primer encuentro con un amor incondicional. Una experiencia emocional poderosísima.
A pesar de todas sus mentiras, ella me seguía queriendo. Una tarde lloré sobre su regazo durante horas, y entre sollozos le pregunte por qué me seguía queriendo a pesar de todas las maldades que había padecido. Mirándome a la cara mientras me quitaba el cabello de los ojos, contesto: «En realidad, no lo sé».
En medio de las lágrimas, una sonrisa bondadosa inundó su arrugado rostro dándome a entender todo lo que necesitaba saber. Yo era su hija, pero por encima de eso, ella era mi madre. No todos los hijos descarriados son tan afortunados. No todas las madres pueden seguir amándonos incondicionalmente, resistiendo que se las empuje hasta los límites de toda la tolerancia, como yo lo había hecho de manera constante con la mía.
El amor incondicional es el más preciado regalo que podemos obsequiar. Ser perdonados por nuestras transgresiones pasadas es la más preciosa dádiva que podemos recibir. No me atrevo a pensar que no es posible recibir esta manifestación de verdadero amor más de una vez en la vida.
Yo he tenido está suerte. No me cabe duda. Quisiera hacer extensivo este obsequio que mi madre me dió, a todos los «quinceañeros descarriados y confundidos» que andan por el mundo.
No tiene nada de malo sentir dolor, necesitar ayuda, sentir amor: simplemente siéntelo, sin esconderte. Quítate el cubrelecho protector, no te escondas detrás de una rígida pared o una máscara sofocante, y así podrás aspirar el perfume de la vida.
Sarah J. Vogt.
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CHOCOLATE CALIENTE PARA EL ALMA DE LOS ADOLESCENTES | Historias que te guian.
Random«CHOCOLATE CALIENTE PARA EL ALMA DE LOS ADOLESCENTES» - Jack Canfield. - Mark Victor Hansen. - Kimberly Kirberger. Historias que guían y acompañan a los jóvenes en esta etapa de la vida. Querido adolescente : Por fin un libro para ti...