V. LA SEÑORA LALITA.

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Con 18 años cumplidos, estaba a punto de comenzar la universidad y no tenía un centavo. Para hacerme a algún dinero me había dedicado a ofrecer libros viejos puerta a puerta, en una silenciosa calle de un vetusto barrio. Al llegar a un portón, una octogenaria mujer, alta y de porte distinguido, me saludo diciendo: «¡Hola cariño! Te he estado esperando. El Señor me dijo que hoy vendrías» . La señora Lalita necesitaba ayuda en su casa y en su jardín y al parecer yo era la persona indicada. ¡Quién podría ponerse a discutir con Dios!

Al día siguiente trabaje durante seis horas, laborando como jamás lo había hecho en la vida. Doña Lalita me indio la forma de sembrar bulbos, que malezas debía arrancar y dónde debía arrancar y dónde debía poner los desechos vegetales. Terminé el día podando el césped con una máquina de cortar pasto que más bien parecía una pieza de museo. Al acabar este oficio, doña Lalita me felicitó mientras revisaba la cuchilla de la máquina.

«Parece que topaste con una piedra. Traeré una lima», me dijo.

Muy pronto me di cuenta de por qué las herramientas de doña Lalita parecían antigüedades pero funcionaban como nuevas. Por las seis horas de trabajo me entrego un cheque de tres dólares. Corría el año de 1978. Dios a veces tiene mucho sentido del humor ¿verdad?

La semana siguiente hice el aseo de la casa de doña Lalita. Me mostro el procedimiento exacto para aspirar su antiguo tapete persa con una aspiradora igualmente antigua. Mientras yo sacudía sus bellos objetos decorativos, ella me ilustraba sobre la procedencia de los mismos, adquiridos durante sus periplos por el mundo.

Para el almuerzo preparo legumbres frescas cultivadas en su jardín. Compartimos una deliciosa comida y un bello día.

En ciertas ocasiones me convertía en conductor. Doña Lalita había recibido un bellísimo automóvil como último regalo de su esposo. Cuando conocía a doña Lalita el vehículo tenía treinta años de uso y seguía siendo bellísimo. Ella no había tenido hijos pero su hermana, sobrinos y sobrinas vivían en el vecindario. Sus vecinos también la estimaban y ella participaba activamente en iniciativas cívicas.

Al año y medio de haber conocido a doña Lalita comencé a verla con menos frecuencia. La universidad, el trabajo y mis compromisos religiosos me dejaban poco tiempo para ello. Conseguí a otra niña para que la ayudara en los quehaceres de la casa.

Como yo era un poco demostrativa con mis afectos y además estaba en una pobreza franciscana, me dedique a elaborar una lista reducida de las personas que recibirán un cariñoso saludo de mi parte en el día del Amor y de la Amistad. Mi madre escudriño la lista y dijo: «Te falta doña Lalita»

Con incredulidad le pregunte: «¿Cómo así?» Ella tiene una gran familia, amigos y vecinos. Es muy activa en el vecindario. Además, ya casi no nos vemos. «¿Por qué querría doña Lalita recibir un obsequio mío?»

Mi madre no se dejó convencer «Consíguele un buen regalo a doña Lalita», se limitó a decir.

El día del Amor y la Amistad le regale a doña Lalita un pequeño ramo de flores, que ella acepto con donaire.

La visite nuevamente unos meses después. Sobre el muro de la chimenea, y ocupando un lugar de honor entre todos sus bellos ornamentos, pude ver un pequeño ramo de flores ya marchito, el único obsequio que había recibido en el día del amor y la Amistad

Susan Daniels Adams.

CHOCOLATE CALIENTE PARA EL ALMA DE LOS ADOLESCENTES | Historias que te guian.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora