VII. CLASES DE BÉISBOL.

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Siempre tenemos dos alternativas, dos senderos que podemos transitar. El uno es de fácil recorrido. Y la única recompensa que ofrece es que es fácil.

ANÓNIMO

A los once años era fanático del béisbol. Escuchaba la transmisión de los partidos por la radio. Los veía por televesion. Los libros que leía eran sobre béisbol. Cuando iba a la iglesia llevaba láminas de beisbolistas con la esperanza de hacer trueques con otros fanáticos. ¿Y mis fantasías? Lo han adivinado, todas eran sobre béisbol.

Jugaba béisbol como y donde pudiera. Lo jugaba con equipos organizados o improvisaba. Jugaba a lanzar pelota, con mi papá, mi hermano y mis amigos. Si no había con quién, lanzaba una pelota de caucho contra las escaleras de entrada a la casa, mientras me imaginaba toda clase de jugadas espectaculares realizadas individualmente y con mi equipo.

Con esta mentalidad en 1956 me matriculé en al Pequeña Liga. Jugaba de shorstop. No era ni bueno ni malo: solo un fanático.

Camilo no tenía la misma adicción. Tampoco era bueno. Llegó a nuestro barrio ese año y se matriculó para jugar béisbol. La forma más bondadosa de describir las facultades beisbolistas de Camilo sería decir que no tenía ninguna. No sabía atrapar la pelota. No sabía arrojará. No tenía ni idea de batear, y tampoco sabía correr.

De hecho, Camilo le tenía miedo a la pelota.

Sentí un gran alivio cuando se llevó a cabo la selección final y a Camilo lo vincularon a otro equipo. Todo jugador debía actuar por lo menos medio tiempo en cada partido, y no me imaginaba a Camilo mejorando las posibilidades de mi equipo en ninguna forma. Ahora el problema era de su equipo.

Transcurridas dos semanas de práctica, Camilo se retiró. Los amigos que militaban en su equipo me contaron muertos de la risa, que su entrenador había dado instrucciones precisas a dos de sus mejores integrantes para que charlaran con Camilo durante un paseo por el bosque. El mensaje central de la charla era «Desaparécete», y ése fue el mensaje recibido.

En efecto, Camilo se esfumó.

Está situación violento las convicciones justicieras de un niño de once años y proseguía a hacer lo que habría hecho cualquier indignado jugador de mi edad entre segunda y tercera base. Revelé el secreto. Le conté toda la historia a nuestro entrenador. Se la conté con pelos y señales, imaginándome que él elevaría una queja ante la oficina principal de la Liga para lograr así el reintegro de Camilo a su equipo original. De esta forma, tanto los interés de la justicia como los de mi equipo para mejorar sus posibilidades de triunfar, se verían favorecidos.

Estaba muy equivocado. Nuestro entrenador decidió que Camilo debía estar vinculado a un equipo que estuviera interesado en sus servicios, uno que lo tratará con respeto. En fin, un equipo que brindará a todos sus integrantes la oportunidad que merecían de contribuir de acuerdo a sus talentos individuales.

Camilo se convirtió en mi compañero de equipo.

Me gustaría poder decir que Camilo consiguió la gran carrera en momento decisivo, pero no fue así. Creo que él, durante toda esa temporada, ni siquiera consiguió conectar bate con pelota. Las pelotas enviadas hacia su costado le pasaron por encima, por el costado, a través suyo, o rebotaron contra su cuerpo.

Y no es que a Camilo le hubiese faltado entrenamiento. Nuestro entrenador le programó prácticas al bate adicionales y trabajó con él en sus labores de jardinería, sin que se diera una mejoría significativa.

No podría afirmar si Camilo aprendió algo de nuestro entrenador durante esa temporada. Yo sí. Aprendí a golpear ligeramente la pelota sin revelar mis intenciones. Aprendí a alcanzar y tocar a un jugador cuando ejecutaba la plancheta, si había menos de dos fuera. Aprendía a girar hábilmente alrededor de la segunda base en una jugada doble.

Yo aprendí muchísimo de mi entrenador durante ese verano, pero las lecciones más importantes no tuvieron nada que ver con el béisbol, sino con personalidad e integridad. Aprendí que toda persona tiene sus méritos, aunque haga veinte carrera o no haga ninguna. Aprendí que cada persona tiene su valor intrínseco, aunque pare la pelota o tenga que perseguirla. Aprendí que es más importante hacer lo correcto, honorable y justo, que ganar o perder.

Me sentí bien perteneciendo a mi equipo durante ese año. Estoy agradecido por haber tenido a ese hombre como entrenador. Me sentí orgulloso de ser su jugador entre segunda y tercera base, además de ser su hijo.

Chick Moorman.

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