[II] AD INSANIA

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Entre dos hileras perfectas formadas con setos de lavanda que forman un fragante laberinto verde y violeta, una niña ríe a carcajadas pidiendo auxilio mientras corre escondiéndose entre el follaje. Un niño se apresura a su ayuda blandiendo una rama en su mano. De repente, la risa de la niña enmudece y su hermano frena súbitamente. Con sus manos el niño abre un hueco entre los arbustos y ve que algo se mueve tras ellos. Aparta la maleza con la rama y se desliza a hurtadillas al otro lado de la hilera de arbustos. Escucha de nuevo a su hermana que pide ayuda y la encuentra a los pies de un arbusto colosal esculpido en la forma de una bestia deforme. Carga hacia la planta con el brazo extendido hasta impactarla con su rama implacable. ¡Uno, dos! ¡Uno, dos! La niña, finalmente rescatada, agradece al caballero por traer paz y libertad a la tierra.

Tenía el mismo sueño casi todas las noches, pero esa noche en particular mi letargo fue interrumpido por un golpeteo en la puerta de la capilla. El ruido me hizo despertar antes de lo acostumbrado. Al ponerme de pie percibí un tenue aroma a lavanda en el aire. Hice con la mano derecha la señal de la cruz como es costumbre frente al altar de la capilla sobre el que se erguía una exquisita figura de Cristo desangrado sobre la cruz en divino sufrimiento.

La puerta volvió a sonar. Debí haberme quedado dormido leyendo la Biblia. Finalmente abro las puertas y le doy la bienvenida al visitante, uno de los trabajadores del hospital.

—Adelante. Pase por favor.

—¿Padre Lázaro, ya le han informado? Ha llegado otra más —dijo el hombre vestido de blanco mientras ingresaba a la capilla.

—No, no lo sabía. ¿Tiene los mismos síntomas que las otras pacientes? —pregunté.

El hombre de blanco asintió con la cabeza.

—Debemos llamar a monseñor Di Pietro de inmediato —dije.

Fuera de la capilla, dos asistentes examinaban a la paciente: una mujer de mediana edad sujetada a una camilla que, completamente fuera de sí, balbuceaba frases sin sentido a diestra y siniestra. Esta era una escena cada vez más frecuente en el hospital. En los últimos meses cada vez más y más mujeres llegaban presentando síntomas tales como depresión, convulsiones, catatonia y alucinaciones. El obispo Di Pietro había sido enfático en que si una paciente más se ingresaba con síntomas similares debíamos confiscar sus efectos personales y contactarle a él inmediatamente. Mientras tanto, la paciente debía mantenerse aislada. Seguí sus instrucciones al pie de la letra.

Cuando monseñor Di Pietro llegó al hospital, el personal médico se encontraba ocupado atendiendo a más pacientes de lo usual, por lo que no se le recibió con la pomposidad acostumbrada. El obispo simplemente entró con su atavío púrpura como perro por su casa hasta llegar a la capilla del hospital, donde yo me encontraba. Allí me arrodillé frente a él como es costumbre y di el ósculo reverencial sobre el ornamentado anillo dorado de su mano derecha.

—¿Capellán, dónde se encuentran los efectos de la mujer? —dijo el obispo.

—Claro. Sígame, por favor. Le mostraré.

El obispo entró a la bóveda de la capilla donde examinó las posesiones de la mujer, incluyendo un curioso libro negro que deslizó sutilmente dentro de uno de los cofres para el vino. Yo pretendí no haber visto nada. Luego lo guié hasta un salón en el segundo piso donde, según me habían informado, se encontraba la paciente. El salón tenía seis camas pero solamente dos de ellas se encontraban ocupadas en ese momento: en una yacía un paciente masculino de edad mayor y en otra una mujer sujetada con correas. El obispo, juntando sus manos con un rosario, se colocó a los pies de la cama donde estaba la mujer. Volteó la mirada hacia el paciente masculino en la otra cama y luego hacia mí sin pronunciar una sola palabra.

Bruja terrenalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora