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Nota: Ahora si es real la actualización.








Las hojas despiertan. 

El atardecer es besado por un tímido arrebol, las aves cantan melifluas notas y el perfume del invierno se ha despedido de los nichos de mármol. Primavera ha vuelto.   

—Lamento no haberte visitado tan seguido, mi cielo. 

Murmuró con afable nostalgia. Su trémula sonrisa se parecía a los árboles de jazmines que recién florecían en los prados de la necrópolis. Los simpáticos hoyuelos adornan el níveo rostro de la mujer y un travieso flequillo cosquillea su frente. 

Con dificultad, agachó su cuerpo y empezó a quitar las últimas motas de nieve. Ordenó las velas aromáticas, luego guarda en su bolso las ennegrecidas flores para acomodar un ramo de narcisos amarillos; se sienta encima del césped y suspira. No le incomoda la humedad, ni el picor de la hierba. El viento es refrescante al  igual que su entorno y disfruta del petricor que desprende la tierra durante el ocaso.

—Hoy estuvo aclimatado, pero llovió un poco durante tarde. Aún no limpio el jardín, pero la nieve me produce calambres. —Aila intenta sonreír. En sus piernas coloca un colorido libro y con sus dedos lo abre delicadamente—.  Desde que te fuiste no logro cultivar mis rosas. 

Y las manos de Aila tiemblan. Todo su ser tiembla, porque el invierno aún germina dentro de su conciencia. Es tan cansador, tan doloroso, tan insoportable que ni siquiera llorar la consuela. Un monótono vacío que ensombrece sus grises heridas.   

—¿Alguna vez fuiste feliz, conejito? —Frotó sus sienes. Es tan agobiante, tan cansino, tan ignoto. Un eterno letargo que pesa debajo de sus ojos—. ¿Fue suficiente el amor que te di, mi gorrión? 

Tal vez ella nunca fue suficiente para devolverle el sendero a su pequeño escritor.  

Por eso, dos meses después del funeral, vació todos los frascos de Citalopram y Prozac. Las juntó en una taza y las engulló, sin pensar en un mañana o anochecer. Su amargo sabor le recordó las lágrimas de un infantil Arthur, sus gritos y protestas cuando su exesposo y ella lo obligaban a tomar las medicinas. Entonces comprendió aquel dolor y cayó dormida. 

Lo primero que observó fue un techo blanco y pulcro. Sin grietas ni imperfecciones, solo un extenso blanco, la gélida manta de la camilla y los parpadeos de los tubos incrustados a su pecho. Estupefacta, intentó apoyarse en el colchón, luego enderezó su espalda; sin embargo, el peso de otra persona la inmovilizó. 

 Allistor yacía dormido a su lado con la cabeza apoyada en su pierna derecha y los párpados cubiertos de sombrías ojeras. Un gesto inusual de cariño que conmovió su corazón, avergonzó sus mejillas y culpo su mente. 

Ingrata egoísta, se dijo a sí misma, ¿También abandonaría a su hijo mayor? 

Al único que todavía sujetaba su mano. 

Era una terrible madre. 

―De todas las personas, ¿por qué elegiste a tu hermano? ¿Por qué? —Aila no es capaz de levantar la cabeza. Juguetea con las hojas del libro, pero se aburre y empieza a arrancar pasto—. Soy tan cobarde que no he conseguido explicárselo a Emma y Allistor no quiere verme… no lo culpo, al menos no del todo. 

Fue tu culpa. 

Si no lo hubieras dejado solos, esto no habría pasado. 

No fuiste capaz de enseñarles lo correcto y lo inmoral. 

Eres una estúpida y negligente madre. 


―Creo que nunca lograré perdonarte, Arthur.―Finalmente confesó. Extiende su mano y con la yema de sus dedos acaricia las letras del epitafio―. Porque cuando te suicidaste, una parte de mi murió ese día. 

Una suave brisa la acarició. Aila acomodó el libro y comenzó a narrar: 



Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada: una o dos veces se había asomado al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ilustraciones ni diálogos, "¿Y de qué sirve un libro —pensó Alicia — si no tiene ilustraciones ni diálogos?"

Bupropión (CANCELADO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora