La tristeza del fin del mundo

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No iban a reproducirse. No iban a enfrentarse al mundo con un error en brazos, alimentado de una obsesión malsana, de una dañada brecha en el reglamento de la biología que al final sólo hablaba de hijos obscenos, de manchones en la herencia y heridas en el código genético como una sentencia transmitida interminablemente. No iban a ser jamás ejemplos morales a seguir y si la sociedad colapsaba no iba a ser porque ellos vulneraran sólo un beso sus cimientos. No iban a ser una explosión, ni siquiera un crujido. Apenas un suspiro robado atrás de las columnas, un secreto que susurraban los girasoles cuando estaban dormidos¿Por qué el mundo debía hacer un escándolo por ellos dos, insignificantes copos de nieve? En las brumas de la infancia incluso su madre miraba con ternura cuando Sanemi besaba a Genya, cuando no dejaba que nadie más que él durmiera en su misma cama. Cuando Genya dijo que crecería para casarse con él, cuando le pidió a su madre le enseñara a preparar sus bocadillos favoritos, la mujer sólo se echó a reír, ocultando tras su risa las semillas de una duda que iba a partir los soportes de su escasa felicidad. Era cosa de niños, pensaba. Sanemi era el mayor, era muy apuesto y siempre había visto por él y sus hermanas, estaba un poco confundido pero cuando creciera entendería y ella viviría para verlos casarse cada uno con una mujer a la altura de los hombres de oro que había criado a fuerza de llanto y golpes soportados.

No alcanzó ni siquiera a vivir para ver a su hija menor dar sus primeros pasos. Aunque el costo fue su propia vida, seguramente habría estado aliviada y orgullosa de saber que Sanemi estaba dispuesto a absolutamente todo con tal de cuidar de su familia. A ella la liberó de un terrible destino al convertirse en un demonio, no había sido un desalmado al asesinarla aunque Genya en su inocencia destrozada por la tragedia lo hubiera comprendido de una forma tan desgarradoramente acusadora. Los lazos no se rompieron, imposible si estaban forjados con el mismo material que sostiene las estrellas en el cielo, sin embargo era inevitable que se alejaran tras las amargas acusaciones de Genya. Los años pasaron como un borrón de tinta china y la madurez les forjó a cada uno con el calor de la tristeza y la asfixia de la culpa. Bajo los designios ya pintados por el destino, por el peso de la voluntad inquebrantable de Genya, las ramas se quebraron y volvieron a encontrarse.

Sanemi se había roto tantas veces que su única manera de sobrevivir fue endurecerse, cubrirse de la rabia para encubrir el miedo. Genya conservaba la tersura en los ojos negros, el tiempo se había desprendido de él cuando se cruzaron en el pasillo de la Finca. Había crecido tanto, se había fortalecido. El corazón se le desgajó en el pecho, lleno de orgullo al verlo así de alto, de fornido, con el rostro tan solemne como el de un Emperador. Quería abrazarlo, besarle las mejillas y decirle de nuevo " carita de melocotón" hasta que las risas les dolieran en el estómago, hasta que el calor le resbalara hacia sus labios. Quería llorar, quería suplicarle perdón porque su egoísmo le había arrancado su hogar, porque sus ilusiones de niño le arrebataron a Genya su familia y a él le condenaron a un bien merecido exilio, a un gélido lazareto. Porque debía decirlo aunque fuera una vez, Sanemi no hubiera titubeado ni un segundo en matar a quien fuera con tal de conservar a Genya a su lado. A su pequeña florecita de invierno, a su pago por todo el dolor que debió soportar incluso antes de nacer.

"¿Por qué nunca lloras cuando papá nos golpea? ¿Por qué siempre me cubres aunque sangres?"

Pero el espacio ya se había abierto, la herida ahí estaba y para siempre. Sanemi pasó a su costado, sin permitirse ni siquiera un suspiro al alejarse, sin permitir al dolor hacerse una aguja de hielo cuando empujó a su hermano, escupiéndole en la cara.

Aborrecía su sangre, la odiaba hasta sentirse enfermo sólo de pensar que a ella le debía su vida, que era lo que sostenía sus venas, sólo rogaba verla abandonar su cuerpo y hacer un bosque carmín en el suelo, escupirla hacia la cara del Dios que lo condenó a su fortuna. La adoraba cuando pensaba que también latía en el cuerpo de Genya, cuando cerraba los ojso queriendo verla recorrer de punta a punta, cargada del oxígeno que calentaba sus pulmones, que cantaba en su cuerpo y era un perfume de rosas, de vida que nada debía envidiarle a las glicinas. Quería gritarle a Genya por haberse abierto paso en esa asociación de aquella forma tan ignominiosa, tan deshonrosa, quería pedirle perdón por no haber sido él quien le enseñara a portar una espada. Quería salir del encanto de mirarle tras las ventanas y enfrentarse al polvo que los años dejaron, recordarle que él siempre iba a protegerlo, que no temiera.

"Nemi siempre va a cuidarte"

Una sola vez, que todos los dioses inmóviles y ciegos se discutían su dolor como lobos hambrientos se lo permitieran, una sola vez más quería escucharlo. Una sola vez, suplicaba, debían apiadarse de él, dejarle ser débil.

La noche seguía arriba en el cielo y él sentía en sus venas y en su cerebro el precio de haberse bebido todo ese licor con Rengoku para no contestar cuando le preguntaron sin tapujos por qué Genya tenía su mismo apellido si él mismo juró que había sido el único de su familia que sobrevivió al ataque de ese demonio. Se escapó hacia la zona de entreno de Himejima, movido entre las tinieblas por las rosas oscuras de la desesperación. A dos pasos, a centímetros de tocar la puerta se derrumbó.

-Nemi es un monstruo, Genya. Nemi quiere besarte hasta que todo el aire sea sólo el que tú respiras, que toda la luz provenga sólo de tus ojos, quiere deshacerte la piel a fuerza de tocarte, quiere que bendigas su cama y te lleves las dolorosas profecías de la mañana-sollozó, recargándose contra la puerta, escuchándola crujir contra su peso, madera sagrada. Se mordió los labios, regresando al interior de su pecho cada pétalo de sangre que suplicaba por esa cercanía. Ya tenía suficientes pecados en las manos, no iba a manchar a su hermano. Se irguió, sin voltear, sin tiempo para lamentarse más cuando el cuervo anunció la muerte del Señor Ubuyashiki e incluso el alcohol se le evaporó.

Ardía como la aurora, naranja, rosa y verde en su centro. Se diluía, se le escapaba. Se derramaba hacia la muerte sin que Sanemi lograra más que gritos, que ruegos que no detenían las cenizas, que no regresaban a su forma, inclementes, impasibles. Lo había perdido todo, lo había sacrificado todo. Mentía. Sí quería borrar el resto del mundo, sí quería hacerlo explotar, desaparecer, estaba dispuesto a extinguir hasta la última brizna de vida en el planeta, estaba listo para ensuciar su alma, a ganarse el odio de todos quienes sobrevivieran, a cargar los castigos más escalofriantes, su carne anhelaba la tortura más desgarradora. Lo que fuera, menos perderlo, no a él.

-Dios, por favor, no me lo quites- el pecho se le estaba abriendo en un ramo, florecía en lotos rojizos de heridas, gritaba, manoteaba para sujetar las cenizas que se mezclaban con el aire que también se le estaba escapando- por favor, Dios, te lo ruego-

-Quería disculparme- su voz era el último rayo de sol antes del invierno, cálida y huidiza- fui tan cruel, te juzgué y tú sólo querías protegerme-

"No lo digas"

-Pero quería decirte que mi Nemi es la persona más amable del mundo-

"No lo digas. De todos los castigos no me obligues a éste, no me ates a esto si ni siquiera vas a sobrevivir. Tú has sido tan bueno, tan puro, los dioses van a escucharte a ti"

-En la próxima vida, seamos hermanos otra vez-

Radiantes días secularesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora