Capítulo 3

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En la ciudades grandes, poco se puede presumir de la belleza que solo la naturaleza posee. Tiene en parte una belleza sin igual, pero mucha, dada por el hombre. No es como en los pequeños pueblos en los que la tecnología no ha tocado hasta la raíz; se vive modestamente, con las comodidades exactas y el resto, lo consigues por ti mismo, por costumbre. Es normal que entre una cosa y otra, la costumbre de un entorno difiera de otro.

En DC hay tantos edificios, para cualquier compañía, grande o pequeña. En Seattle también, y hoteles hermosos. La ciudad de Los Ángeles y su propio encanto podría atraer a cualquiera, la música, los programas televisivos: Chicago, con su nombre haciendo referencia a una musical de Brodway que en mis años de pequeñuela adoré (aunque no era permitido verlo). Todas ellas tienen algo en común: la gente vive demasiado ocupada; demasiado atareada en quehaceres y no miran. Caminar con alguien y conversar no es posible, los bares y restaurantes sirven para confraternizar, pero tener una charla que consista en andar unas cuadras y llamar la atención, lo suficiente de una persona, no es fácil.

Es gracioso, sin embargo, porque he vivido siempre en un mismo lugar. Con sus viajes de temporadas, cortas para mencionarlas, como haber vivido un año en tal o cual lugar. Monilley fue casi una inglesa por tres años, pero no me permití acompañarla tanto tiempo; aquél era su modo de superar, yo tenía el mío.

Entonces Nueva York, por ser uno de los centros de la moda, se volvió mi hogar con rapidez. Tuvo que ser así. Ser un diseñador y vivir lejos de lo que importa es un suicidio en cuanto a aprovechar el tiempo y oportunidad. Lo intenté por años y es un caso perdido. Sólo puedes ser tu mismo sintiéndote tu mismo.

Es así como sé que no estoy cómoda.

«¿Por qué es esto, Presley?»

Porque no te sientes tú.

—No me convence en falda, Mony —dije, dándoles un buen muy buen ojo a sus diseños.

—No voy a casarme en pantalón. Ya hemos hablado de esto.

Bufo, alejándome de las hojas cuyos diseños son de ella y yo sobro.

—¿Por qué pides mi opinión si al final harás lo que quieras? —ataco.

—Una opinión no es una orden. Y si no lo hago vas a ofenderte, ¿o me dirás que no?

Sonrío. Me conoce bien y hace alardes; pocos, pero llegan.

—Ofenderme es poco —concuerdo, añadiendo de mí para no ser una fotocopiadora—. Pero lo respeto. Tal vez yo lo haría —lo último lo musito, como un pensamiento fortuito solo para mis oídos.

—¿Y el de la espalda descubierta? —pregunta, sacando precisamente ese modelo. Me agacho a verlo y es sorprendente que no le dijera que es ese. Lo es—. Ay, Pres... —noto su asombro.

—Sí —digo como quien entiende. Me pongo derecha y tomo una decisión—. Hay que hacerlo ahora.

—¿Ahora? —salta a preguntar, electrizada. Afirmo con mi cabeza—. ¿Ahora, ahora?

—¿Y por qué sería después, después?

Su sonrisa convencida, como yo lo estoy, es mas que suficiente y necesaria para que pongamos manos a la obra.

Nos va a tomar varios días pero, ¿y que? Mi mejor amiga se casa, señores.

Es lindo presumir de tener una. Hay millones que no tienen un amigo real, y yo tengo una que me dio como combo otro amigo, ¡y va a casarse con él! ¿soy suertuda o qué? ¡Claro que lo soy, con creces! Nunca dejé de tener esperanza de que Monilley se casaría, de que tarde o temprano saldría de su impuesta por sí misma coraza de inseguridad y miedo a un dolor como el que tuvo.

Si el Pantalón te quedaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora