Capítulo Dos

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Capítulo Dos.
Le début.

Su madre se lo explicó con pocas palabras, de manera sencilla, como si temiese que él no lo entendiera. Él lo veía con simpleza: una nueva mucama; ella tenía una niña. No se preocupó por otra presencia en la casa; el lugar era lo suficiente grande y el ala de servicio estaba al otro lado de la casa. Veía su tranquilidad intacta, conocía el hecho de que si él lo pedía, su madre echaría a la chiquilla y a su madre en un parpadeo.

Él no la vio hasta el quinto día que ella llevaba allí, y ni siquiera la contempló por propia decisión. Solo vio un cabello rojo, demasiado llamativo, corretear por los jardines traseros. Pensó que aquella niña no tenía un colegio siquiera al que asistir.

La volvió a ver quince días
después, esa vez, vio mucho más que largos rizos rojos, la niña era demasiado pálida, tanto que parecía estar enferma. Tenía demasiadas pecas, como para que él pensase que era una muñequita como las de su hermana.

La tercera vez que la vio se sintió irritado. ¡La veía en todos los lugares! Aquella chiquilla parecía que nunca peinaba su cabello —aquel rojo llamativo era lo que más le llamaba su atención— siempre dejando caer los grandes rizos. La vio escondida en su jardín, cerca del lago artificial, sentada entre arbustos, dormida.

Cuando por quinta vez la vio, se sintió tan furioso como un niño de seis años se pudiese sentir.

La vio desde su ventana, escondida entre los arbustos de flores —siempre la veía ahí, había llegado a pensar en más de una ocasión que no era una niña, sino un pequeño duende pelirrojo— y contó cuantas de sus flores arrancó; cinco rosas, dos margaritas. Furioso, salió de la casa y caminó hacia el jardín con el paso firme, no le interesó que sus costosos zapatos se ensuciasen ni que su ropa se manchase. Cuando estuvo lo suficiente cerca, arrebató de sus manos —muy pequeñas y pálidas—aquel ramo de flores.

Cuando la niña vio caer al suelo varios pétalos rojizos, levantó sus ojos y miró a aquel niño intruso con toda la sorpresa que pudo sentir. A Ethan casi se le corta la respiración cuando ve aquellos grandes y bonitos ojos; eran grises, sin ninguna mancha, sin ninguna motita de otro color. Era del mismo gris que teñía el cielo cuando iba a llover. Ethan, encantado, bajo poco a poco su mano hasta esconderla tras su espalda.

La niña pestañeo varias veces, dando tres pasos atrás, sus mejillas sonrojadas y la vergüenza y timidez tiñendo cada gesto.

—Son mis flores—declaró Ethan en un murmullo.

—Lo son—asintió la niña— ¿Eres el niño que vive en la gran casa?

Ethan arrugó su entrecejo.

—Lo soy—afirmó—¿Por qué?

Una sonrisita tímida curvó los pequeños y rojizos labios de la niña.

—¿Te han gustado mis flores?

Ethan tardó poco en entenderlo, y recordó aquellas bonitas flores —que él en un murmullo había supuesto que pertenecían a su madre— que comenzaron a adornar cada rincón de la casa. Miró a la niña con gesto desconfiado, se acercó dos pasos.

—¿Las pusiste tú?

Asintió.

—Eran para ti. Y para la niña que vive contigo.

Ladeó su cabeza, ya no furioso, solo… confundido, curioso.

—¿Por qué?

Las mejillas de la niña se tiñeron de un rojo intenso.

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