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Theo era divertido.
Tenía una bella sonrisa, las gafas torcidas, una profunda admiración por las cosas antiguas, un perro que parecía una nube, el gusto por las alitas de pollo, el alcohol y los cigarrillos, la ilusión de viajar por el mundo, la costumbre de desayunar sólo café, y un extraño enamoramiento con una chica que había visto un par de veces, llamada Pippa.
La primera vez que lo vi, tuve la sensación de que era una buena persona. Me había ayudado con el granizado.
También lo encontré guapo, muy guapo.
–¿Entonces, esa chica, que se llama Kylie o tal vez Kelly, la que siempre se mete en problemas, puede llegar a ser la novia de Boris?
–Sí– asintió Theo, con la boca llena del croissant de chocolate que me había robado (amablemente, casi pidiéndome permiso).
La primera vez que Theo había mencionado a Pippa, fue el día que compramos a Thoris. De regreso a casa, él me había dicho casi como en un susurro, cómo desearía viajar a Texas para verla. Cuando le pregunté quién era, Theo dijo que se trataba de la nieta de un amigo, que tenía el pelo rojo cobrizo rizado en bucles, era muy hermosa y le gustaba la música clásica.
En ese momento, para mi pesar, supe qué eran los celos. Nunca antes los había sentido, pues tenía una noción bastante madura de lo que eran las relaciones interpersonales y siempre los vi como algo tóxico. Pero contemplarlo ahí con los ojos brillantes, llenos de sueños y suspirando de vez en cuando, me hizo sentir una pizca de celos. Porque creía que me gustaba Theo.
