LUIS

17 1 0
                                        

Domingo 7 de julio. 19h25

No sé cuánto tiempo transcurrió. Mi cabeza sigue latiendo y nadie a mi alrededor dice nada. Con brusquedad soy arrastrado fuera del auto a un lugar que no reconozco con lo poco que puedo ver. Un punto blanco por allí, uno amarillo por allá. El silencio me castiga, como si fuera una cuchilla que me roza el cuerpo sin hundirse.

Los que me trajeron cruzan algunas palabras, pero nada que me pueda ayudar por el momento.

¿Lo peor de todo? No sé cómo demostrar que soy inocente.

—Camina, manco —ordena uno de los hombres que me acompañan. Tiene una voz áspera y arrastra las palabras; podría decir que ha bebido. Doy pasos largos y me dejo guiar por él. No se me ocurre decir nada, no quiero echarme a llorar de la desesperación. Mis rodillas arden y siento cómo la sangre corre por ellas a la vez que decenas de hormigas pasan por la herida.

Entramos a una edificación en una dirección que no conozco. Temo que es el lugar de los castigos. No hemos caminado en el claro donde todos solemos llegar. ¿Cómo podré salir de aquí? ¿Mi madre vendrá a verme? No sé cómo proceden con los que capturan y mi respiración acelerada y pies temblorosos me indican que pronto lo averiguaré; solo espero que no sea demasiado tarde. Mis piernas se mueven por inercia entre pasillos y cruzan por puertas que rechinan con el movimiento. Podría pensar que es un hospital abandonado. El calor empieza a sofocarme y mi espalda suda. Giramos una vez más a la izquierda y resbalo por lo baboso que está el suelo. Mi mano toca el suelo y rápidamente me levantan. No voy a huir, no puedo. Finalmente me quitan la funda de tela y veo frente a mí una puerta vieja de metal.

—No te preocupes —dice el tipo detrás de mí. No me arriesgo a mirarlo—. Tendrás buena compañía estos últimos días, manco.

«¿Compañía?»

La puerta se abre con un ruido insoportable y me encuentro con tres pares de ojos cansados.

—Háganse amigos, miserables. —El guardia quita las esposas de mis manos y me empuja hacia dentro.

Casi caigo en el acto y escucho cómo la puerta se cierra detrás de mí.

—No se atrevan a intentar escapar. Si lo hacen, serán hombres muertos. —Se ríe. No sé para quién es la burla. Da media vuelta y se retira dejándonos solos bajo una débil luz amarilla. La puerta se cierra con un estrépito. Uno de mis compañeros resopla, burlándose también.

Sigo de pie, observando a los tres jóvenes que se encuentran frente a mí. Uno está en la esquina menos sucia del cuarto; otro se fija en mí con una mirada perdida desde su sitio, y el último que distingo está sentado despreocupado en el centro, y noto que ha recibido cincuenta golpes más que yo el día de hoy.

—¿Manco o muerto? —pregunta el joven de mirada perdida. Su voz está ronca y se escucha como quien está cansado ya de hablar. Tiene el cabello hasta la barbilla y está tan delgado que podría pensar que no ha comida en semanas.

Trago saliva y me contengo para no llorar.

—Manco —respondo finalmente.

—¿Hoy? —pregunta el que está en una esquina. Su acento me llama la atención y mis ganas de saber más son casi nulas.

Asiento con la cabeza.

—Será mejor que te sientes —sugiere el último que está en el centro. Es un joven también, no puede ser mayor que yo. Tiene una rabia inyectada en sus ojos, la misma que tuvo mi madre cuando le respondí en el castigo hace unas horas—. ¿Cuál es tu nombre?

—Luis —se forma un nudo en mi garganta. Aprieta y siento que mi cabeza va a explotar. Mi rodilla arde más y mis codos lloran más sangre—, ¿y el tuyo?

Él toma un respiro. A pesar de lucir sereno sus piernas tiemblan y su ojo parpadea.

—Joel —le cuesta decir su propio nombre—. Me llamo Joel.

No robarásWhere stories live. Discover now