Lunes 8 de julio. 9am
Mamá solía decir que no robáramos.
En nuestro país casi no nos importaba. Éramos doce, mi padre se fue con una de las tantas mujeres que tenía y nos abortó a todos. A pesar de ser el mayor no obtuve ningún trabajo, y no puedo culpar a los dueños de los negocios: yo era un simple joven flacucho y que no prometía nada en la vida.
Entonces empecé a robar. Eran cosas minúsculas, como una manzana, una funda de sal, puñados de arroz. Teníamos hambre. No me sentía mal por hacerlo, todo lo contrario. Era mi forma de vengarme de todos aquellos que no quisieron ayudarnos. Odiaba verlos hablarle con desprecio a mi madre cuando ella, con lágrimas en los ojos, suplicaba por comida o trabajo. Ninguno llegó a su vida por muchos años
Terminé yéndome cuando cumplí veinte. Mi madre llegó a amar a otro hombre que correspondió el sentimiento y mis hermanos se criaron con una nueva figura paterna, al menos con alguien que se preocupaba por ellos.
Llegué a Ecuador. Me decía que empezaría una nueva vida, que sería exitoso, rico y famoso. Pero todo se complicó.
No quería hacerlo, pero me moría de hambre. Me encontré con personas que odiaban a los extranjeros y no recibí nada de nadie, como cuando era más joven. Llegué por primera vez a este sector, devastado, sediento y hambriento. Nadie compraba dulces en los buses ni en las calles. Así que decidí robar. Me traicioné a mí mismo.
«Esta es la primera y última vez», dije mientras sacaba dinero de la bolsa de una mujer.
Y sí, ha sido la primera y será la última vez que lo haga.
Ahora me encuentro con tres desconocidos en una habitación apenas iluminada por un foco amarillo que parpadea. Me duele el cuello, he dormido mal. Me siento con la espalda recta y me restriego los ojos.
«Buena suerte, manco». Las palabras todavía retumban en mi cabeza. Paso mi mano por el áspero suelo y araño con furia hasta que de ellas brota sangre.
Quiero gritar, pero un gemido al otro lado del cuarto me detiene.
—¿Por qué arañas el suelo? —me pregunta el muerto golpeado.
No quiero responder. Aprieto los puños para no llorar. ¿Me siento mal por lo que hice?
—Aparte de manco, eres mudo —replica.
Pero nuestro inicio de charla es interrumpido por el gemido de nuevo. En la otra esquina un chico de no más de quince años se retuerce hasta que despierta por completo. Tiene los ojos hundidos y con ojeras que hace que luzca como un mapache. Su ropa está sucia y parece que no se ha bañado en días.
—¿Qué me estás mirando? —espeta cuando su mirada se cruza con la mía. Para mi sorpresa, no la desvío. Él termina apartándola. ¿Qué más puedo mirar?
—¿Cuántos años tienen? —pregunta Luis. De él sí recuerdo el nombre. Ayer llegó con una mezcla de desesperación y confusión sin dirigirnos la palabra.
—Veintiuno —respondo.
—Quince —dice el pequeño mugroso.
—Diecinueve —contesta el muerto.
¿Acaso importa nuestra edad?
Nos volvemos a sumir en un silencio inquietante. No quiero hablar. Voy a morir, quiero asimilarlo. Nadie puede sobrevivir a una mutilación de brazos y piernas. Una lágrima corre por mi mejilla y escuchar cómo el mugroso se burla de mi desesperación me irrita.
—¿Estás llorando? ¿La niña tiene miedo?
—Cállate, Misael —espeta Joel—. Es cuestión de tiempo para que tú también empieces a desesperarte.

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No robarás
Ficção Geral«No robarás Son las palabras que más he escuchado en mi vida». En los suburbios de Guayaquil, una urbe devastada y desolada por los crímenes, los habitantes han hecho su propia justicia desde ha-ce varios años. No robes. No mates. Porque lo que ha...