ADRIÁN

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Miércoles, 10 de julio 2pm.

Misael no ha parado de llorar desde que llegó. No he querido preguntarle nada porque ya sé qué es lo que ocurre con él. Será castigado y no habrá marcha atrás. No entiendo del todo todavía cómo una tradición así se ha mantenido por tantos años.

El almuerzo parecía un funeral porque nadie hablaba. Los hombres de las celdas vienen de repente a ver qué hacemos y ser burlan al ver nuestra situación. ¿Qué les pasa? Un día podrían ser sus hijos. Quien me entristece de verdad es Luis. No hizo nada y está aquí, esperando a que lo castiguen por alguien que lo culpó, pero su situación tampoco la entiendo. ¿Por qué le echarían la culpa?

Todos mis pensamientos son interrumpidos cuando escucho que los candados de la puerta están abriéndose. Los tres que no hemos salido nos miramos, expectantes, esperando a ver quién es el siguiente. No creo ser yo, porque nadie de mi familia vive aquí, y no conozco a nadie aparte de mis compañeros de celda. En mi interior cada día surge la duda de qué haré cuando me vaya. ¿Qué hará mi familia cuando se enteren de lo que está por ocurrirme? ¿Les harán daño?

Llegados a este punto, prefiero morir a causarles más problemas.

El hombre al que odiamos está de nuevo en la puerta. Nos observa a todos con desprecio y su mirada se fija en mí. ¿Qué ocurre?

—Tú —me dice—. Es tu turno.

Dos hombres grandes y con rostros demacrados entran en la habitación y me toman por los brazos. Me llevan fuera de la celda y empezamos a caminar por el pasillo que era invisible hace unos días. Mi cuerpo me duele por los moretones que quedaron luego de nuestra pelea. Creo que uno de ellos me golpeó con la rodilla y me dejó sin aire. Debe de estar disfrutando este momento.

Caminamos durante lo que parecen minutos, girando a la derecha e izquierda, hasta llegar a un pasillo que se divide en dos. Tomamos el camino de la izquierda y entramos a una pequeña sala. Me dejan sentado frente a un escritorio y luego el hombre que fue a verme se siente frente a mí.

—¿Qué hago aquí? —pregunto con miedo.

—Así que tú eres extranjero. No sabemos nada de ti, al parecer, huiste de tu país que no nos interesa saber cuál es, a pesar de que por tu acento se sepa. Eres un ladrón, y nosotros castigamos a ladrones, no a extranjeros.

No respondo porque no sé qué decir.

—Sin embargo, no puedes ser castigado porque lo que estamos por hacer podría desatar un enorme problema.

Lo que acaba de confesar me sorprende. Abro los ojos como discos y un rayo de esperanza se cruza en mi desesperación.

—Por lo tanto, no serás castigado como los demás.

—¿Me dejarán ir?

Los hombres detrás de mí se ríen.

—¿Dejarte ir? —repite—. Estás mal de la cabeza.

Trago saliva.

—Si no podemos dejarte sin brazos para que no puedas robar de nuevo, sí podemos azotarte para que nos recuerdes por el resto de tu vida.

—¿Qué?

—Lo que escuchaste. Cuando todos los demás sean castigados, a ti te ubicaremos en el centro de la escuela y todos te abuchearán y maldecirán, entonces uno de los nuestros te azotará hasta que se vea tu carne en vez de piel.

No digiero todo por completo. No sé qué sería peor. ¿Qué pasará conmigo luego?

—Robaste dinero a una mujer de su bolso y te capturaron en el acto. —Lo investigaron bien—. Me comentaron que nadie podía dejarse de reír porque rogabas que no te llevaran a la cárcel, pero has venido aquí, y todos los que pasan de esta celda terminan creyendo que la cárcel no es tan mala para los delincuentes.

Quisiera responder algo para defenderme, pero no puedo. Robé una vez, hice algo que me prometí no hacer nunca y me fallé. Mis piernas no dejan de temblar y no sé cómo sentirme estando aquí. Parece sacado de una película donde en los pueblos hacen su propia justicia, pero esto...

—¿Por qué robaste? —pregunta.

Tengo un nudo en la garganta. Quiero gritar o salir corriendo de aquí. Una lágrima corre por mis mejillas, representando lo arrepentido que me siento y mi dolor se intensifica cuando escucho las risas de los demás.

—Solo tenía hambre —respondo con un hilillo de voz.

Las carcajadas de los hombres son cada vez más fuertes. Me paso una mano por las mejillas.

—Elegiste robar en el lugar equivocado, idiota. Aquí nadie viene a ser un delincuente, y menos un extranjero. ¿Tienes algo que decir para defenderte?

—No, señor.

—¿Aceptas el castigo impuesto?

—¿Puedo rechazarlo? —replico.

—No, pero nos gusta ver cómo ruegan por piedad.

—No voy a rogar, no para darles esa satisfacción. Algún día se darán cuenta de...

—Ya cállate, odiamos a los moralistas que siguen cometiendo sus crímenes. Tú eres uno de esos. El domingo por la tarde, cuando todos los demás hayan recibido su castigo, será tu turno. Luego de recibirlo te irás de este sector. Si te volvemos a ver tendrás problemas, y si vuelves a robar no querrás jamás haberlo hecho de nuevo.

Asiento. ¿Es justo? Una parte de mí dice que sí, que me lo merezco, pero la otra siente lástima por los que todavía están en las celdas. Si ha habido castigo durante tantos años, ¿por qué sigue habiendo criminales? ¿Acaso no le temen a los castigos de aquí?

Con paso lento pero firme, regresamos a la celda donde están los demás esperando. Durante el trayecto pienso en las posibilidades que tenemos para salir de este lugar. Solo necesitamos abrir los candados y seguir los pasillos. Estoy seguro de que uno de estos nos sacará de aquí. ¿En qué pensando mi familia? ¿Sabrán que su hijo es un ladrón a punto de recibir un castigo por sus crímenes?

Cuando la puerta de la celda se abre distingo a mis compañeros dentro de ella. Ninguno se interesa por nuestra presencia.

Con un empujón me introducen en ella y casi pierdo el equilibro. Me apoyo en la pared y consigo espacio en una esquina, todavía temblando. Tengo la sensación de que, si dejo mi espalda descubierta, en cualquier momento puedo morir.

—Nos vemos en el castigo, extranjero.

Trago saliva. No me dijeron manco. ¿Acaso un centenar de azotes se compara con el no volver a tener brazos o morir?

Creo que solo lo sabré este domingo.

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⏰ Last updated: Sep 09, 2021 ⏰

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