Domingo 7 de julio. 6:27pm
A pesar del grito de mi madre, clavo mi puño en el rostro de Ramiro, que cae al suelo. Verlo así para mí no es suficiente.
Lo voy a asesinar.
—¡Basta! —grita ella detrás de mí e intenta hacer un esfuerzo para detenerme, pero ni siquiera puede levantarse.
Intento voltear en su dirección cuando un puño se clava en mi estómago y me deja sin aire. No debí descuidarme. No basta para él, sino que sigue arremetiendo y esta vez en mi sien y mi nariz. La sangre brota y el dolor aumenta. Estoy mareado y veo flashes negros frente a mí. No se detiene. Aprieto los puños para no llorar y mi visión empieza a nublarse. He caído al piso, él aprovecha la situación y se sienta sobre mí a seguir lanzando puños.
Creo que él tiene la misma intención que yo. El límite de su violencia va más allá del crujir de mis huesos.
Sin embargo, yo soy más fuerte. Tomo un último impulso y giro sobre mí para echarlo a un costado. Me levanto de un salto y, para mi sorpresa, recibo otro golpe de su parte. No solo aplica lo puños, toma un portarretrato y lo avienta en mi dirección; lo esquivo por poco. Pero no soy tan rápido como él. En cuestión de segundos está intentando tirarme para continuar con su masacre, pero yo no me dejo. Agarra con su mano mi cabeza y me estrella contra la pared.
Caigo al suelo de nuevo. Mi espalda adolorida toca el muro rasposo y empiezo a recibir más golpes.
Sí, el va a matarme. Trato de cubrirme con los brazos, aunque sea inútil. Con la suela de sus zapatos arremete contra mi rostro y costillas, pero no lo suficientemente fuerte para romperlas.
—Para —da una patada— que —da otra— aprendas —una vez más— a —esta vez me da de lleno en la nariz— respetarme.
Levanta de nuevo la pierna y cierro los ojos.
Dos segundos después, él cae al suelo con los ojos abiertos. Mi cabeza late de dolor y no siento mi rostro. No puedo creer lo que estoy viendo, puesto que esperaba un golpe certero para asesinarme, pero el muerto ahora es él. Una macha de sangre se expande rápidamente hasta mis pies y alzo la mirada.
Mi madre está de pie con un bate en las manos y los ojos muy abiertos.
No puede ser.
Ella está temblando.
—Lo maté —dice, mirando a Ramiro en el suelo.
Muerto. Casi se puede saborear su cuerpo inerte.
Él está muerto. Y yo no lo maté.
Dirijo mi mirada hacia ella y, con un esfuerzo enorme, me levanto y camino adonde está.
—Lo maté —repite con una voz quebrada que apenas se oye.
—No, mamá —digo mientras escucho los gritos de los vecinos afuera.
—Sí. —Ha empezado a llorar. sus manos tiemblan más y está a punto de dejar caer el bate con el que golpeó al miserable que está en el suelo.
—No. —Tomo el bate con las manos. Tiene sangre en la punta. El rojo brillante me hipnotiza por un segundo y, luego de pensar en qué hacer, embarro con la sangre mis manos.
—Joel, ¿qué haces? —pregunta, horrorizada por lo que acaba de ver.
—Tú no lo mataste, mamá. Yo lo hice.
Y, antes de que pueda replicar algo, los vecinos abren la puerta de una sola patada y se encuentran con nuestro panorama.
—No, hijo... —empieza a decir ella, pero ya es tarde. La noticia empezó a correr hace un segundo, y yo me acabo de convertir en un asesino.
Sonrío al ver el cuerpo de Ramiro en el suelo, y aquello les da la seguridad a los vecinos de que yo lo he asesinado, y que me madre es inocente.
—¡No! —grita ella mientras dos hombres me agarran del brazo.
—Cállate —le digo mientras camino hacia la puerta, en contra de mi voluntad—. Por favor, déjalo así.
Ella se queda allí mientras yo salgo. Sigue temblando y se pone a llorar. Sé que no estará sola; varias de las vecinas acaban de entrar para ver qué ha pasado. No faltará mucho para que empiecen a velarlo. No sé qué se inventarán. La familia de él querrá justicia, verme preso. Pero la cárcel para los criminales en el suburbio solo dura una semana, y de allí sales mutilado o muerto, no hay término medio.
Todos en las calles empiezan a verme con sorpresa. ¿Quién pensaría que el joven Joel sería un asesino? Escucho cómo murmuran y algunos que gritan palabras que no logro unir para formar algo entendible. Nadie celebra mi futura muerte, es más, luego de un rato, empiezan a hacer silencio. Pero cuando están a punto de meterme en un auto que me llevará a mi cárcel temporal, el grito desgarrador de alguien se escucha a casi una cuadra de aquí.
—¡No! —Reconozco la voz, es el viejo chepa.
Mi cuerpo entero duele y apenas siento que puedo caminar. Con mucho esfuerzo, giro la cabeza para verlo.
—Déjenlo, por favor —suplica mientras llega hasta mí. Mis lágrimas caen. Al final de todo, sí había alguien a quien yo le importaba aparte de mi madre.
—Fuera de aquí, viejo —ordena uno de los mastodontes que me tienen agarrado para que entre al auto.
—¡Él es incapaz! —replica—. Él no es un asesino.
Trago saliva. No quiero decir nada estúpido. Con el dolor de todos mis huesos, entro finalmente al auto y él viejo se abalanza en la ventana.
—Hijo, tú no lo hiciste, por favor...
Una lágrima corre por mis mejillas. Me esposan las manos.
—Lo siento mucho, viejo. Fuiste un padre para mí.
Miro al frente con las manos esposadas y luego de unos segundos una funda de tela cubre mi rostro.
Quiero echarme a llorar. Tiemblo del miedo y dolor mientras el traqueteo del auto no me permite pensar en una solución para lo que acaba de pasar. ¿Hice lo correcto?
Sí, lo hice. Mamá está bien y aquel desgraciado está muerto.
Mi vida por la de él y la seguridad de mi madre.
Es un precio justo.
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No robarás
General Fiction«No robarás Son las palabras que más he escuchado en mi vida». En los suburbios de Guayaquil, una urbe devastada y desolada por los crímenes, los habitantes han hecho su propia justicia desde ha-ce varios años. No robes. No mates. Porque lo que ha...