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            Escuché las pisadas del diablo antes de que pudiera llegar a mi habitación, y llegando a taparme la cabeza con la frazada en el mismo momento que la puerta se abrió, gruñí al sentir el impacto de Morgan caer sobre mí. Su boca se había acercado lo suficiente para ensordecerme al hablar:

—¡Dijo papá que podía levantarte! —chilló, en mi cabeza pasando las mil y un opciones de mutilar a mi hermoso papá. Los dedos fríos de ella llegaron a traspasar el límite de la frazada y encontrando mi cuello, por instinto empezando a removerme tanto que terminó deslizándose de la cama—. ¡Vamos! ¡Ya son las nueve!

Terminé con la cabeza debajo de la almohada mientras que ella se iba, reconsiderando cuánto cariño le tenía a esa criatura para no perseguirla por toda la casa. Tanteé por mi mesa de luz en busca de mi celular, arriesgando abrir uno de los ojos para confirmar la hora que mi hermana había dicho y refunfuñar al levantarme antes de caer dormida de vuelta.

Con cuidado de no tropezar con nada en mi habitación ni rodar la escalera, pude ver a mi hermana todavía en su pijama desayunando en la sala mientras que miraba la televisión. Le soplé la oreja para molestarla, ella casi dándome un manotazo, y seguí de largo para la cocina donde papá estaba tomando su café.

Se rio de mí cuando lo miré con odio.

—¿No podías haber venido tú a despertarme?

—Hubiera caído con un balde de agua, así que en cierto lado fui amable contigo.

Sin cambiar mi rostro, me acerqué a la alacena para armarme el desayuno. Tratando de no tirar ningún cereal fuera del bol, fregué mis ojos con mi mano sobrante. Un sábado a la mañana no era la hora a la que estaba acostumbrada a despertarme, usualmente no abría los ojos hasta que fuera hora del almuerzo más o menos. Ese era un único día donde tenía que llevar a mi hermana a cumplir sus caprichos, y como lo había prometido, iba a cumplir mi palabra. No antes que mis papás me prometieran a cambio prestarme el auto cuando yo quisiera después.

Guardando todo lo que había usado para preparar mi bol de leche con cereales, caminé hacia la sala, donde un lugar vacío en el sillón me esperaba al lado Morgan que tomaba su chocolate caliente con galletas.

Con la mínima decencia de poder poner lo que yo quisiera mirar, mis ojos viajaron en busca del control remoto. No me sorprendí al verlo bajo uno de los pies de mi hermana, que con el dedo gordo iba cambiando los canales.

Llevando una cucharada de mi desayuno a mi boca, me crucé de piernas.

—No dejas de sorprenderme.

Ella se rio, con el vaso todo chocolatoso contra su boca.

—Es que soy única, claramente.

Mi hermana y yo compartíamos el mismo carácter, era en lo único que éramos parecidas. Después, aparentemente yo fui el carbón mientras que ella era el diamante. Rubia dorada, con un poco de rizos en las puntas y encima había heredado los ojos grises de mamá. Era, sin duda, una niña preciosa, siempre habían halagado a mis papás la bellísima y dulce Morgan Reed.

Yo era simpática, ¿saben? Siempre decían lo mismo. La simpática e inigualable Taylin Reed. No me denominaba una fea chica, pero unos ojos verdosos con el pelo oscuro todo enmarañado no era algo que se podía comparar con la modelo que mi hermana se volvería. Claramente yo era Anastasia mientras que ella Cenicienta. Hasta inclusive ella era Rapunzel y yo el camaleón que la acompañaba siempre. La realidad era que no me molestaba ser comparada con ella, yo ya sabía que no compartía los genes fuertes de la familia, y no la envidiaba. Prefería muchísimo más que le recordaran lo linda que era todos los días, antes que pasara todos los días mirándose al espejo y sintiéndose insuficiente. Ella no se merecía esa clase de tortura.

SUPERNOVA ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora