Capítulo 4

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Lunes 25 de junio. 14:30h. Barrio de El Puche, Almería


Tanto Martín como la cabo coincidían en que era mejor ir a El Puche con el estómago lleno. Sobre todo por si aquello se alargaba y terminaban comiendo a las cinco de la tarde. De ahí que decidieran hacer primero la parada obligatoria en Casa Paquita. Ya saciados y acompañados por el binomio compuesto por dos de los guardias con más presencia física que habían encontrado, pusieron rumbo al conocido barrio.

Habían estado allí demasiadas veces debido a investigaciones relacionadas con temas de droga, sobre todo cuando Cayetana estuvo metida en la unidad del EDOA de la propia Comandancia pero también, por desgracia, en homicidios y por tentativa de estos últimos. A pesar de la experiencia, pisar aquellas calles daba respeto y Martín sentía esa ligera presión en la boca del estómago que le recordaba que aquel no era buen lugar para un guardia civil.

Lo primero con lo que se encontraron fue con unas miradas de los que por allí transitaban que no les daba, precisamente, una cálida bienvenida.

Decidieron dejar todo eso a un lado y centrarse en lo que verdaderamente les importaba.

Carmen María nació y creció allí, por lo que quizá era conveniente escarbar un poco en su pasado antes de rastrear sus pasos en el día a día. Puede que ahí estuviera la clave que ayudara a esclarecer lo sucedido.

Martín llevaba escrita en una libreta la dirección del padre de la chica. La zona en la que residía era de las peores dentro del barrio. El notable incremento de población marroquí había incomodado a los de etnia gitana que allí vivían, trayendo consigo una infinidad de conflictos que abarcaban desde apuñalamientos hasta homicidios por disparo con arma de fuego. Lógicamente esto empeoró la calidad de vida y hacía que al barrio le costara todavía más remontar, dejando todo aquello atrás.

Con las orejas tiesas y con unos ojos que no dejaban de mirar a un lado y a otro, continuaron andando hasta que llegaron hasta el portal en el que tenía anotado que vivía el padre de la joven.

Antes de tocar el timbre Martín lo miró. Ya no era lo antiguo, era también lo destartalado lo que le llevo a dudar de si presionar el botón o no. Se dejó de tonterías y lo hizo. El sonido que emitió sonaba ahogado, aunque suficiente para advertir de su presencia.

Pese a ello tuvo que insistir, ya que en un primer momento no obtuvo respuesta.

Tras unos segundos de incertidumbre la puerta se abrió. Por ella apareció un hombre diminuto. Se le veía muy consumido, con una cara chupada y mentón prominente. Sus brazos eran tan finos como un palo de escoba y se le marcaban en exceso las venas y huesos en ausencia de músculo. Su cabello era gris y se presentaba enmarañado. Su barba de cuatro o cinco días era del mismo color. Si algo destacaba de su cara eran sus pobladas y despeinadas cejas. Vestía un pantalón de pinza que había perdido de manera evidente su color original tras mucho uso y un más que notable paso de los años. En la parte superior llevaba una camiseta interior de tirantes que antaño fue blanca, pero que ahora se vía amarilla y llena de manchas.

—¿Qué?

Su voz sonó rota.

El sargento carraspeó antes de hablar al tiempo que miraba su libreta.

—Buenas tardes, ¿es usted Manuel Rodríguez?

El hombre apartó la mirada de Martín y observó directamente a la pareja de guardias civiles que lo acompañaban antes de responder.

El silencio de una princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora