Capítulo 3

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Lunes 25 de junio. 10:51h. Macael, Almería.


Miró de nuevo el reloj grande, redondo y con unos números que se verían a diez metros de distancia que colgaba sobre la puerta de su despacho. Le costaba entender que ya llevara cinco minutos en una conversación que no llevaba a ninguna parte. Su interlocutor no parecía comprender que no le importaban los problemas que pudiera tener. De todos modos tenía que seguir fingiendo interés, ya que la imagen que intentaba proyectar era la de un empresario que se preocupaba por sus clientes. Por sus problemas. Por sus mierdas al fin y al cabo. Sobre todo si se trataba de uno que generaba tanto volumen de pedidos como aquel.

La cosa era bien sencilla, aunque su interlocutor no parecía querer atender a razones.

Un camión había volcado tras chocar con otro que adelantaba indebidamente en la A7, a la altura de San Juan de Alicante. Esto había provocado unas retenciones kilométricas en la autopista y, aunque los servicios parecían afanarse en restablecer la normalidad, dos vehículos de su propiedad llevaban parados dos horas y no iban a llegar a la hora acordada a Silla, en Valencia. De eso se quejaba su cliente.

Aparte de escucharlo, nada más podía hacer él para arreglar la situación, pero el hombre se negaba a aceptarlo. Así que lo dejó que hablara, que se desahogara, que proyectara en él su frustración por no poder jubilarse y dejar la empresa a cargo de sus hijos porque eran unos inútiles. Lo mejor de todo es que eso último no era algo que inventara él, ya que su veterano cliente lo repetía una y otra vez.

Las ganas de colgar de golpe el teléfono menguaban cuando pensaba en la cantidad ingente de mármol que le compraba. Eso no sólo servía para aumentar su fortuna, sino que además maquillaba otros ingresos, digamos, menos legales que eran los que verdaderamente habían ayudado a conformar el grueso de su patrimonio.

Uno de sus hombres entró en su despacho y brindó a Francisco García la excusa perfecta para colgar el teléfono. Por fin. Se maldijo a sí mismo por no habérsele ocurrido antes usar este pretexto.

Se volvió a disculpar, se despidió simulando estar muy preocupado por las tonterías del hombre y colgó. Antes de hablar sacó un Ducados negro del paquete que había sobre la mesa y lo encendió.

—¿Qué? —Preguntó al tiempo que soltaba una enorme humareda por la nariz.

Su hombre pareció dudar. Fue apenas unas décimas de segundo, pero Francisco, que era perro viejo comprendió enseguida que lo que fuera a contarle no era precisamente bueno.

—Señor —dijo al fin—, han encontrado algo.

Francisco no pudo evitar fruncir el ceño. Se tomó un par de segundos en los que se pasó la mano por la cara. Aquel día ya estaba empezando a tocarle las narices. Dio una nueva calada al cigarro.

—¿Quién ha encontrado algo? ¿Y qué?

El hombre se lo relató con pelos y señales.

El semblante del empresario cambió por completo.

No contestó en un primer momento. Necesitó ordenar las decenas de conjeturas que pasaban por su mente. Entre una y otra le daba una calada al cigarro. Todavía le quedaba medio por consumir cuando lo apagó con violencia dentro del cenicero.

—¿Crees que ha sido él? —Preguntó sin andarse con rodeos.

—Sin duda, señor. Lo que no entiendo es por qué ha sucedido esto.

El silencio de una princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora