Capítulo 9

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Miércoles 27 de junio. 05:03h. Urb. Almerimar. El Ejido. Almería.


Martín no tenía coche propio. Esto quizá explicaba parte de ese placer que sentía al conducir. No es que no pudiera permitirse uno, era que en verdad no le hacía falta meterse en un gasto así si tenía disponible siempre alguno del parque móvil para cuando lo necesitara. Y en su caso era para desplazarse por temas referentes a su trabajo. El problema venía cuando tenía que salir por piernas como ahora y no había un vehículo a su nombre bajo la ventana listo para llegar cuanto antes. Así que, como en otras ocasiones, le tocó esperar a que una patrulla de Seguridad Ciudadana le recogiera y le llevara al punto en el que lo solicitaban.

A pesar de que un solo guardia había ido en su búsqueda, el sargento prefirió sentarse en la parte trasera del vehículo. Sentía que necesitaba ese espacio a su aire para poder pensar. Aunque a menos de un metro Pilar estuviera sentada a su lado mirando por la ventanilla.

El capitán jefe no le había dicho nada acerca de que le acompañara o no a cualquier miembro de su equipo, pero Martín sintió un impulso repentino que le llevó a entrar en la habitación de su hermana y pedirle que se vistiera a toda velocidad.

La maldita charla con su tío tenía culpa de eso. No podía sacársela de la cabeza.

De hecho pensaba más en eso que en el hecho de que hubiera aparecido otro cadáver de una mujer en tan corto espacio de tiempo.

Y ya puesto a rizar el rizo, lo que más desasosiego le causaba de todo el asunto era que Pilar no hubiera abierto la boca aún desde que ambos montaron en el coche. Y no parecía que fuera porque estuviera molesta, como hacía un rato. Había algo más y esto solo conseguía que el sargento sintiera un extraño y nada agradable cosquilleo en la boca del estómago.

El vehículo dejó atrás la AL-9006 y torció hacia su derecha. Martín miró hacia ese lado para observar mejor el terreno. Para encontrarse tan cerca de un lugar tan turístico y poblado como Almerimar, el lugar por que pasaban ahora se mostraba ante ellos como un enorme y abrupto desierto repleto de irregularidades en el terreno. Según las señas que el sargento había recibido en su teléfono móvil gracias al capitán, estaban ya cerca del lugar en cuestión. El reflejo de las luces de los coches patrulla ya se dejaban ver a lo lejos.

Martín tragó saliva al tiempo que se acercaban a ellas.

El conductor detuvo el vehículo detrás de los otros tres que había. Él se quedó dentro del coche. Martín y Pilar bajaron, a cada cual más nervioso que el otro.

Lo de Pilar puede que fuera comprensible, aunque no en el cuerpo, era una novata en todo aquello pero, Martín, ¿por qué estaba en ese estado? ¿Puro contagio de su hermana o había algo más?

Trató de dejar su mente en blanco y comenzó a andar. Lo primero que llamó su atención fue la claridad que presentaba la noche. Al levantar su cabeza y mirar al cielo obtuvo una respuesta: una enorme luna llena presidía el cielo y otorgaba esa paradójica luz que ayudaba a que los dos pudieran pisar sobre seguro y sin sobresaltos a pesar del terreno por el que andaban.

Pilar se quedaba rezagada a veces y Martín hacía uso de toda su paciencia para aminorar el paso y esperarla, aumentando la dosis de mosqueo que habitaba en él y que ya rozaba lo peligroso. Quiso preguntarle acerca de lo que le pasaba. O, mejor dicho, qué era lo que pensaba y que le hacía estar así; pero las palabras no le salían por miedo a la respuesta. Pero eso significaba que él también la conocía, por mucho que tratara de huir de ella.

Unos enormes focos delataban la posición del lugar de los hechos. Según se iban acercando Martín ya veía el trasiego de gente que se movía en el punto y, además, sacaba su primera conclusión:

El silencio de una princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora