Nota del autor (3)

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El 31 de marzo de este año (2020), Barrabás estaba dando vueltas en el living y su lenta y oscura silueta pasaba frecuentemente cerca de las pantuflas de aquel anciano, rozándolas con el costado izquierdo de su cuerpo y ejerciendo de esta manera un método que le permitía rascarse con cierta elegancia. Pero yo sabía que su postura aristocrática era una burda hipocresía, y que la practicaba solamente para recalcar lo que pudiera tener de vulgar o repugnante el animal que él odiaba: o sea, yo, el ratón.

Aunque realmente nunca supe si me odiaba. Tal vez  yo sólo representaba para él alguna clase de alimento, o un objeto que le inspiraba simplemente una aversión casi automática, producto de alguna condición instintiva ancestral, probablemente común a todos los gatos, si bien, en una de las revistas científicas que solía encontrar en la Base Espacial, leí que no todos los gatos tenían la compulsión de perseguir y cazar a los ratones, y que existían circunstancias, ajenas a su constitución biológica, que propiciaban esta compulsión.

Pero esto no importa. Lo importante es que, ese día, mientras merodeaba por la casa y yo lo observaba desde mi guarida, Barrabás saltó, estremecido, y corrió hacia la puerta principal de la casa. Había visto o escuchado algo. Algo lo había asustado o sorprendido, y yo no podía ver de qué se trataba desde el lugar en donde estaba, así que decidí arriesgarme y salir de la madriguera, dirigiéndome hacia la puerta principal de la casa, junto a la cual estaba parado el anciano, quien también se encontraba estremecido y observando el cuerpo de su hija, que se había desplomado frente a él.

-Dios mío, Barrabás - dijo ridículamente el anciano-, hay que llamar al doctor Clarke.

Y luego gritó:

-¡Daysi! ¡Daysi!-  que era, obviamente, era el nombre de su hija.

Sí, todos los nombres en esa casa eran ridículos: Daysi, Barrabás, y el anciano mismo se llama Tiburcio, según pude adivinar por una conversación que mantuvo en cierta ocasión con su hija.

El doctor, en cambio, tenía un nombre más agradable, y también él era un hombre agradable. Cinco o diez minutos después de que el anciano se comunicara telefónicamente con él, se presentó en la casa, llevando un maletín negro y unos lentes que triplicaban el tamaño de sus ojos.

Levantó a la hija del anciano, quien estaba recuperando la conciencia, y la ayudó a sentarse en una silla, donde la examinó y le comentó su diagnóstico, el cual me resultó inquietante y, a la vez, digno de motivar un relato de ciencia ficción, porque le dijo que no se trataba de una gripe común, sino de algo más particular, más extraño. Comentó que en el ojo izquierdo de Daysi estaba comenzando a manifestarse una mancha roja, lo cual confirmaba su sospecha de que la afección no estaba siendo causada por un agente fácilmente reconocible.Pero más me impresionó cuando dijo que ese agente podría no ser natural, sino que era probable que fuera artificial, porque entonces recordé que, en el laboratorio de la Base Espacial, se estaba experimentando con una bacteria que era capaz de afectar determinadas zonas del cerebro, y con la que se pretendía conseguir una manera de aligerar las tensiones que solían padecer los astronautas en el espacio exterior. Según escuché en una conversación, en ese mismo laboratorio, la bacteria no podía transmitirse de una persona a otra, pero sí de un animal a un ser humano, y que los animales del laboratorio, entre los cuales me encontraba yo, serían utilizados para dicha transmisión.

Cuando el médico le preguntó qué había en la casa, delante de ellos, Daysi describió objetos que no estaban allí. El anciano dijo que esos objetos, que solamente Daysi veía, pertenecían a una casa en la que ella había estado viviendo durante los últimos años de su niñez. Luego, el médico le preguntó cuántas personas vivían en la casa del anciano, y ella dijo que allí vivían su padre y su madre, lo cual no era cierto, pues su madre había muerto hacía ya varios años.

Y todo esto se correspondía, perfectamente, con la función de esa bacteria diseñada en la laboratorio de la Base, y gracias a la cual los astronautas podrían sentirse, estando lejos de la Tierra, en ambientes familiares y en situaciones de las cuales sus memorias habían excluido los aspectos menos gratificantes.

Una bacteria, que evidentemente yo había transportado hacia esa casa y hacia la pobre Daysi, y acaso también hacia el organismo del anciano y del mismísimo Barrabás, si es que era posible el contagio desde un animal a otro.

Pero en ese momento, mientras el médico estaba haciendo estas preguntas, Barrabás apareció por detrás del vestido de Daysi y se abalanzó sobre mí, por lo que tuve que regresar inmediatamente a mi refugio. Durante mucho tiempo, no volví a saber nada más acerca de Daysi, ni de las consecuencias que desataría esa bacteria en su organismo, pero no pude evitar pensar en una historia. Una historia acerca de una bacteria que generara, en el ser humano, la posibilidad de visualizar el planeta del cual esa misma bacteria provenía, y que habría sido diseñada por una inteligencia extraterrestre para "aclimatar" a los humanos ante una inminente invasión o una abducción masiva. Y también pensé que esa invasión podría hacerse a través de esa misma bacteria, la cual se reproduciría y engendraría así, dentro del cuerpo de la eventual víctima, todo un ejército de futuros colonizadores del planeta Tierra.

Se me ocurrió, además, que sería interesante no revelar nunca la verdadera naturaleza del agente alienígena, y describirlo sólo a través de las impresiones parciales y ocasionales del protagonista humano, pero, como aclaré en otra ocasión, mi ajetreada existencia no me permite desarrollar ampliamente mis historias, por lo que esbocé la idea en un breve texto, sin descartar la posibilidad de convertirla, alguna vez, en una novela o en un relato más enriquecido.



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