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24 de diciembre llegó. Las calles coloridas por las luces navideñas en cada esquina, en conjunto con la nieve cayendo pausada; los pequeños niños correteando con gruesos abrigos, bufandas y gorros, emocionados por la nevada, deseando atrapar un copo de nieve en sus manos, aún sobre el guante. La temperatura ha descendido, aunque no lo suficiente como para sentir mucho frío, en comparación a mi natal, Francia, a quien no visito desde hace dos años. Milo fue mi compañero de viaje, y calentó mi corazón con sus boberías y… también, incineró en fuego ardiente la cama. Para que negarlo.

Justamente hoy mi mejor amigo ha decidido casarse, asumiendo celebraríamos la navidad en familia, y, de paso, también su boda. Y no estoy mintiendo. Shura se nos casa, por fin. Con nada más ni nada menos que con Aioros, ambos a los treinta y seis años, tras llevar juntos cinco años. Es mucho tiempo, pero les ha servido a la perfección para conocerse el uno al otro. Milo y yo vivimos juntos, en mi departamento, claro, él así lo quiso al mudarse conmigo, llenándome de alegrías. Siendo ahora nuestro nido de amor. Con treinta y cuatro años, y él con treintaicinco, disfrutamos de los gratificantes placeres de la vida, sin correr; nuestros encuentros sexuales, más constantes de lo que alguna vez imaginé. Y yo que me quejaba de mi primo y su esposo.

En estos precisos instantes, me encuentro con Shura, en el salón reservado para la boda civil, en Tailandia. 

—Felicidades, hermano. —Estrecho la mano con la suya, su exorbitante sonrisa contagiándome de energía y júbilo.

—Gracias, Cam. Éste día ha sido el mejor de mi puñetera existencia —ambos reímos—. Lo atesoraré como mi vida misma.

—Ya lo creo, Shura —suelto, llevándome la copa de vino a los labios. Divisando por el rabillo del ojo a Milo, un poco recio felicitar a Aioros, todavía no olvida su enamoramiento para conmigo. Ni creo que lo haga algún día.

—Bueno, voy con mi nuevo esposo. —Me indicó Shura con una mueca de disculpa. Muevo la cabeza, divertido.

—Es el único que tienes, idiota. —Le doy un zape, se queja por lo bajo—. Además, te acompaño. Por qué ahora que recuerdo, todavía no le felicito.

—Cuidado nada más con el bicho. Ya sabes cómo se pone. —Me advierte con una pícara sonrisa, levantando y bajando las cejas.

—Ya se le va a pasar. —Le restó importancia al asunto—. Menos mal que Aioria no se apareció.

—Un gran alivio para todos. Aunque en el fondo, Aioros está triste por su ausencia, aún si trata de ocultarlo con una falsa sonrisa. Pese a enviarle la invitación de la boda, el muy malagradecido no se dignó a cumplir el deseo de su hermano mayor.

—Lo sé.

Nos unimos a Milo y Aioros, este último, al que mi mejor amigo se acurruca, siendo rodeado por detrás. Nunca, ni en mis peores pesadillas pude imaginar que Shura sería el pasivo de la relación. Aunque él me lo negó, afirmando no lo era del todo, al menos, no cuando en ocasiones tomaba el rol de activo.

Milo me mataba con la mirada, ofuscado por mi acercamiento a Aioros, cuando frente a sus narices, éste se había casado. En ocasiones como ésta, odio sus absurdos y patéticos celos. Todo va de mal en peor, y se vuelve contraproducentemente incómodo; con la tensión flotando en el aire ante la aparición de un castaño de ojos verdes, con gran parecido a uno de los ahora esposos.

El Chico de Cabellos Escarlata © CɑʍմŚ×MíӀօDonde viven las historias. Descúbrelo ahora