Capítulo XII

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Capítulo XII

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Capítulo XII

Dos meses después de su regreso a la torre, Steve comenzaba a sentirse como él mismo otra vez. Aún no era sencillo y solía frustrarse cuando no recordaba algo en específico. Esos momentos lo hacían sentir fuera de lugar, como si no perteneciera completamente ahí. Sumado a ello, estaban las pesadillas que interrumpían su descanso por las noches: en ellas le parecía estar viéndose desde afuera y podía ver su mirada calmada y carente de sentimientos mientras alzaba el arma y jalaba el gatillo. Escuchaba las súplicas de sus víctimas, pero nada parecía conmoverlo. Ni siquiera cuando era su esposa la que tenía delante.

Fury le había señalado que existía un tratamiento experimental que le permitiría olvidar todo lo pasado, que lo regresaría al día anterior al secuestro y le permitiría recuperar todos sus recuerdos anteriores. Sería como si nada hubiera pasado. Steve no quiso escuchar nada del asunto. Debía aprender a vivir con ello. Incluso, y pese a las protestas de Nat, se entregó a la justicia. Enfrentó su juicio dispuesto a asumir las consecuencias, porque en su fuero interno, sabía que las personas a las que había asesinado merecían justicia. Merecían descansar en paz.

Los tribunales reunieron todos los antecedentes y determinaron que no existía responsabilidad penal, por cuanto estaba bajo el control mental de un tercero. No podían condenarlo. Pero, eso no dejó tranquilo a Steve. Se acercó a las familias de las víctimas y les ofreció no sólo sus disculpas, sino que también una compensación económica si así lo deseaban. Finlandia le prohibió la entrada al país, ya que no podían condenarlo por el asesinato de su primer ministro, lo mismo que los Emiratos Árabes Unidos. En cuanto a la familia del jefe Goklayeh, el jefe apache que fue su última víctima, la viuda lo recibió con la misma callada dignidad que había mostrado su esposo.

Lo invitó a pasar a su casa, sencilla y acogedora, y le ofreció asiento frente a la chimenea, junto a ella. Steve jamás se había sentido más avergonzado en su vida. Quería echarse a los pies de la anciana y suplicarle su perdón, pero su aplomada actitud lo contenía, lo calmaba, lo mantenía en su sitio, rígido. Su rostro moreno, surcado de arrugas parecía tallado en la piedra y sus ojos negros, negrísimos parecían estudiarlo, calarlo hasta lo más hondo. El capitán se limpió las manos en la tela de su pantalón de vestir, estaba sudando.

– Sólo quiero respuestas, joven. No quiero venganza. Dígame, ¿mi esposo sufrió? – Steve negó, de inmediato.

– No, señora.

– ¿Suplicó por su vida? ¿Perdió su honor? – en este punto, la voz de la mujer se había quebrado brevemente y él comprendió que eso era lo que más le preocupaba. Seguro tenía algo que ver con su cultura.

– No, señora. Ni siquiera recuerdo haber visto temor en sus ojos. Murió con su dignidad intacta– respondió, tragándose el nudo en la garganta. La mujer sonrió y eso terminó por desarmarlo.

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