Capítulo VIII

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Capítulo VIII

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Capítulo VIII

Los labios de su esposo contra los de ella, suaves y cálidos, tal como los recordaba, se sentía como la gloria. No estaba segura de si todos sus recuerdos habían vuelto a cabalidad, pero en ese momento, no le importaba. Sintió sus manos grandes y cálidas colarse bajo su camiseta, recorrerle la espina dorsal con las yemas de los dedos. Aquella caricia siempre la hacía suspirar. Sus dedos eran ligeramente ásperos y le provocaban escalofríos. Abrió sus labios en un jadeo y de inmediato, una lengua intrusa se coló en su boca y le arrancó un gemido.

Nadie la besaba como él. Steve era un buen alumno, había aprendido pronto qué era lo que a ella le gustaba, dónde, cómo, cuándo. Había memorizado el mapa de su cuerpo y sabía arrancar de ella las más bellas notas, como si se tratara del más fino violín de Stradivarius. Sintió sus manos subirle por los muslos hasta llegar a sus caderas, de donde la sostuvo para alzarla. Rápidamente, le envolvió la cintura con sus piernas y se aferró a su cuello, dejándose llevar. Tres meses sin él era demasiado tiempo.

Steve la dejó caer con cuidado sobre el camastro y le abandonó los labios, dejándole una sensación de vacío que duró muy poco. De inmediato sintió su aliento caliente en el cuello, su boca arrancándole suspiros hasta deshacerla. Sus manos volaban sutilmente por su silueta, dibujándola con devoción. Se tomó su tiempo en desvestirla. Sabía que nadie se acercaría al cuarto a menos que él lo pidiera. Estaban solos. Tenían todo el tiempo del mundo para reconocerse. Para que sus manos le devolvieran a la memoria el calor, la textura y el aroma de aquella piel.

En medio de besos interrumpidos y suspiros ansiosos, se desnudaron despacio. Steve podía sentirla, ahora sí. Ella era la mujer de sus sueños, la que veía a su lado cada noche. Ella era la que despertaba instintos que creía perdidos, la que traía de vuelta recuerdos que no sabía siquiera que existían. Tenerla de ese modo entre sus brazos le traía memorias que lo llenaban de felicidad y nostalgia a la vez. La había extrañado tanto, sin siquiera tener una idea de que lo había hecho.

En ese momento, no se sentía como Steve, el esposo de aquella mujer. Tampoco era Alexi, el asesino a sueldo. Era un poco de los dos. Era el punto intermedio. Y ese punto intermedio sólo tenía un factor común: ella. Recordó la imagen de su espalda en sus sueños y la tomó la cintura, acomodándola con cuidado sobre su vientre. Le apartó el cabello y le besó la nuca, dibujando con sus labios la delicada piel de la espalda. Reconoció las cicatrices que había visto en su mente, la textura suave y el aroma cálido, a lirios. Nat giró el rostro a un lado y él le encontró los labios, mientras sus manos se iban a sus caderas, amasando bajo sus manos la carne tierna de éstas.

Cuando ella sintió una rodilla de su esposo entre sus piernas, supo lo que pretendía. Abrió más su compás y lo sintió acomodarse a su espalda. Y, pronto, ya eran uno solo una vez más. El calor que le ascendió por la piel le tiñó las mejillas de rosa y entreabrió sus labios en un gemido que mandó toda la nostalgia y la angustia a la basura. Sus brazos firmes la rodearon por la cintura, alzando suavemente sus caderas. Se movieron al unísono, acalorados, llenando la habitación de jadeos y gemidos que se perdían en aquellas cuatro paredes.

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