Capitulo 9.

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Katniss ni siquiera era capaz de recordar la época en la que Peeta no formaba parte de su vida. Se había hecho un hueco tan importante y tan rápidamente que ella no lo había visto venir.

No debería haberse permitido acostumbrarse a su presencia, pero al mismo tiempo no podía evitar disfrutar de ella.

Se dirigió al dormitorio de la niña. Se sentó al lado de la cuna nueva y observó a su hija, que dormía plácidamente, y envidió el sueño pacífico de la niña.

Acarició con las yemas de los dedos los barrotes de madera de roble y recordó las manos de Peeta armando la cuna, cómo se habían reído con aquellas instrucciones indescifrables, y lo orgulloso que se había sentido al instalar su regalo en el dormitorio de la niña.

‐Esto no me está ayudando ‐susurró Katniss entre dientes.

Salió de la habitación comenzó a ordenar los cojines del salon, a recoger papeles en, busca de algo en lo que ocupar la mente. Algo que la distrajera del hombre que parecía no abandonar sus pensamientos.

Pero era una batalla perdida y Katniss lo sabía. Cuando Peeta se hubiera marchado, ella seguiría añorandolo.

Alguien llamó a la puerta, y Katniss, sobresaltada, consultó su reloj. Eran las once en punto. ¿Quién sería a aquellas horas de la noche?

Se precipitó hacia la puerta y miró a través de la mirilla.

Peeta.

Su cuerpo pareció cobrar vida y tuvo la sensación de que la sangre se le sobresaltaba en las venas. Parecía como si sus pensamientos lo hubieran llevado hasta allí y, rindiéndose ante el destino, Katniss quitó la cadena de la puerta y abrió.

Peeta la miro durante un minuto.

Katniss tenía los hombros desnudos bajo los finos tirantes de su camisón corto, y la delicada tela se le ajustaba sobre aquellos pechos pequeños y perfectos, remarcándole lo suficiente los pezones como para que Peeta no tuviera más remedio que quedarse embobado mirándolos. Unos pantalones cortos blancos colgaban libremente de su cintura estrecha, dejando entrever un trozo de piel blanca que provocó en él deseos de tocarla y sentir la suavidad de su carne. Tenía un aspecto cálido, despeinado, y dispuesto para el amor.
Lo único que lo detuvo fue el hecho de saber que, médicamente hablando, no estaba lista.

Katniss dio un paso atrás para dejarle paso y él entró a toda prisa antes de cambiar de opinión.

-Peeta, ¿qué estás haciendo aquí?

‐Estaba fuera, en mi coche, vi que tenías la luz encendida y... Estupendo, creo que parezco un completo acosador ‐reconoció pasándose la mano por la cabeza‐. Ya sé que suena fatal, a mí tampoco me gusta, pero por alguna razón, yo...

Peeta se encogió de hombros, como si reconociera sin palabras que no tenía ninguna razón para estar allí.

‐Sencillamente, me subí al coche y acabé aquí.

Peeta no había contado con tener sentimientos tan intensos. Había renunciado al amor. Eso era lo que ocurría cuando a un hombre lo dejaban plantado el día de San Valentín a escasas semanas de la boda. Pero Katniss había aparecido por un ángulo ciego, y para cuando Peeta se dio cuenta de lo profundamente que le había calado, ya era demasiado tarde.  Porque ya no quería librarse de ella. Ahora lo único que quería era estar dentro de ella. Estrecharla en sus brazos

‐Me alegro ‐ dijo Katniss

Peeta se acercó un paso más, estiró los brazos y la atrajo hacia sí. Sintió el contacto de sus pezones presionándole el pecho, y la giró deliberadamente con suavidad, notando su piel contra la suya hasta que vio cómo los ojos de Katniss se suavizaban.

El Ángel AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora