Capitulo 11

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Al día siguiente, Peeta estaba frente el edificio de seis plantas que era la sede principal del Emporio Mellark.

Frente a la impresionante construcción se levantaban unos jardines bien cuidados, y árboles adornando la acera.

A pesar de haber optado por la vida militar, Peeta seguía siendo un Mellark, y no pudo evitar sentir orgullo al contemplar lo que su familia había conseguido.

Entró en el edificio y saludó con la mano al hombre que estaba sentado tras el mostrador y se dirigió a los ascensores.

Mientras subía, miles de pensamientos le atravesaron la mente, la mayoría de ellos relacionados con Katniss. Ella ocupaba sus sueños durante la noche y dominaba sus pensamientos por el día. Había entrado a formar parte de su mundo de tal manera que Peeta era incapaz de imaginar la vida sin ella.

Y por eso había ido aquel día allí. Quería contarle a su familia lo que le estaba ocurriendo, sus sentimientos. Tal vez iba sin saberlo en busca de ánimos, de que alguien le dijera que estar enamorado no conducía necesariamente al desastre.

Peeta soltó un gruñido y descruzó los brazos cuando el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron.

Un tranquilo clima de trabajo le dio la bienvenida mientras caminaba por el largo pasillo enmoquetado en dirección al despacho de su padre.

Peeta saludó a la secretaria de su padre con una inclinación de cabeza, empujó la puerta y entró en el despacho.

Frente al escritorio había dos sillas de respaldo alto, y tras él estaba sentado Plutarch Mellark con el auricular del teléfono en la oreja. Sin dejar de hablar, sonrió a su hijo y le hizo un gesto para que entrara.

‐Cariño no sabía que ibas a venir.

Peeta se giró para saludar a su madre. Octavio Trinket estaba cruzando el despacho con los brazos abiertos para abrazarlo. Era una mujer alta y elegante, con su cabellera roja irlandesa perfectamente peinada.

‐Hola, mamá ‐dijo abrazándola.

‐¡Peeta! Me alegro de que hayas venido ‐dijo su padre acercándose‐. Hoy tenemos una sorpresa preparada. Enseguida anunciaremos el ganador del concurso.

‐No puedo quedarme ‐contestó él rápidamente.

Sabía que cada vez que iba a la oficina, su padre tenía la esperanza de convencerlo para que abandonara la marina y se uniera a la empresa familiar.

‐Bien, entonces, ¿qué pasa? ‐preguntó Plutarch tras fruncir un instante el ceño en gesto de leve decepción.

‐Creo que yo lo sé ‐aseguró Octavia mirando a su hijo con sonrisa esperanzada‐. Annie me llamó ayer.

Peeta frunció el ceño y se sentó frente a sus padres en la zona de conversación que había al fondo del despacho. Naturalmente, ellos ocuparon su posición habitual: uno al lado del otro. Tal y como habían hecho a través de sus años de matrimonio, formaban un frente común. Habían conseguido criar ocho hijos y sacar adelante un negocio próspero permaneciendo muy unidos.

Cuando se hicieron mayores, todos sus hijos soñaban con tener una relación como aquella.

‐¿Tienes idea de a qué se refiere? ‐preguntó Plutarch mirando a Peeta mientras le daba un sorbo a el whisky que se había preparado..

‐Lo que yo digo es que está aquí para hablarnos de una nueva mujer en su vida.

Plutarch pareció iluminarse. Como buen italiano, era un romántico incorregible.

‐¿Quién es ella? ¿Cuándo la conoceremos?

Octavia miró a su hijo y trató de descifrar su expresión. Pero Peeta siempre había sido muy reservado. La mayoría de sus hijos expresaba sus sentimientos con naturalidad, pero él se los guardaba para sí. Dada su manera de ser, Peeta era el que más fácilmente podía resultar herido, y sin embargo sería el último en pedir ayuda.

El Ángel AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora