34: Benjamin Lincoln

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—Annie, ¿cuál es tu problema?

No hago caso del tono intolerante de la entrenadora. Aprieto el mango de la raqueta y miro al otro lado de la cancha, donde la novata me observa, tan extrañada que creo que está apenada por la mala racha de esta semana. Ayer perdí un partido importante y, pese a que mis amigos estuvieron presentes, admito que no tuve tanta fuerza de voluntad para utilizar mi cerebro en lo único que debía importarme.

Tampoco me dejé consolar. Es decir, Bry y Dev hicieron lo posible por hacerme desviar la atención de lo que descubrimos. Hoy no sé nada de lo que pasó entre Landon y su hermano...

—Josh no quiere hablar conmigo y si ya me prohibiste que no lo intente con Landon —dijo Devon por la mañana.

Me buscó temprano para ir a Northam juntos. Aunque Keyla nos dio alcance cuando volvió de sus clases de yoga; en la biblioteca, entre susurros, acordamos guardar el secreto de la botella de aceite para así evitar que los Eckhart sospechen algo.

En realidad, no es que haya culpado a alguno de ellos respecto a los crímenes.

El lunes que pasó, incluso, Dev y yo corrimos hasta Padin, a pesar de que estaba nevando ligeramente. Buscamos en los alrededores, pero es un lugar inhóspito y cruento, del que se respiran aromas extraños. La puerta de madera está cerrada con una cadena gigante. El edificio, tan macabro como es, sigue sin despertar en mí otro sentimiento que el del abandono. Le pregunté a Devon por qué la cerraron inmediatamente.

Casi había olvidado que, en las cercanías, en las orillas del río, encontraron a esa muchacha muerta tantos años atrás.

—Ve y dúchate —me ordena la entrenadora con una careta de asombrosa decepción en el rostro.

Me limito a asentir sin despegar la mirada de la muchachita que me mira, atenta, en el otro extremo de la cancha. Al girarme en los talones, distingo la figura de Dev en las gradas del gimnasio interior del atlético. Está leyendo un ensayo de grosor impresionante, y parece tan concentrado que pienso que tendré que hablarle para que me note.

Aun así, cuando estoy a unos pasos, él se recorre en su lugar y hace a un lado su libro. Hoy lleva puesta ropa de invierno totalmente; trae el cabello despeinado debido a que se quitó el gorro cuando entramos. Su lectura está por la mitad, y esa es otra de las cosas que me carcomen por estos días: ocupo mucho de su tiempo. Es más, desde que encontramos a los chicos en esa situación tan sospechosa y violenta, insiste en quedarse en mi departamento hasta que me voy a ir a la cama.

Ayer noté que se le empezaron a formar ojeras debajo de los ojos.

Con una sonrisa, agacho la mirada. Él adopta una posición de desgarbo, con la espalda recostada en la grada superior, y los brazos a los lados de su cuerpo. La entrenadora y mi futuro reemplazo cruzan el pasillo hacia los vestidores.

—Parece echar humo —comenta Dev con aire serio—. No debería tomárselo tan a pecho la verdad.

—Intentas justificar mi distracción —replico, sin apartar la mirada del frente.

Dev sacude la cabeza al tiempo que estira la mano hacia mi nuca. Me atrae hasta sí, quizás aprovechando que no hay nadie que nos esté mirando, y comienza a masajear mi cuello. Pronto, tengo apretujados en la garganta sentimientos nada placenteros. Estoy entre la espada y la pared; he aprendido a ser agradecida con todas estas personas que están, de un modo u otro, cuidándome. Pero eso no evita que los complejos emocionales me pasen la factura sin retraso.

Donde habitan los demoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora