13: La escalera

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Devon tiene callosidades en las manos. No es difícil imaginar que cada endurecimiento de su piel lo ha obtenido gracias a los remos de la canoa que usa en el lago, pero a él parece no importarle mi sensación. Es algo parecido a la angustia previa a la curiosidad, cuando reconoces que hasta los detalles más insignificantes se te antojan raros en alguien a quien has venido interpretando superficialmente desde hace mucho tiempo. Y es que me siento demasiado extraña junto a él, tomada de su mano, con una pesada incertidumbre en el estómago y un nudo formado en la garganta desde que noté que me puse el suéter blanco que, anteriormente, estuvo manchado de su sangre. Lo he comparado tantas veces con una bestia que ahora que lo veo, en su faceta de ser humano normal, soy yo la que parece más rara y equívoca en este sitio.

Vuelvo a carraspear, incómoda, y busco algo en lo que poner mi atención. Devon no ha soltado mi mano y finge —eso creo— leer un folleto que tomó del mostrador, cuando nos acercamos a preguntar por el encargado o propietario de la tienda. Él se las arregló para que lo atendiera en persona, pese a que dice haber mostrado cierto desinterés por su persona. Sin embargo, no luce nervioso ni exasperado con la espera, y lee sin detenerse a mirar nada más.

Lentamente libero mi mano de sus dedos y hago los mechones que se soltaron de mi trenza, a un lado del oído.

—No pensé que fuera a demorar tanto —digo; Devon se limita a hacer un gesto e inspecciona rápido el alrededor. Hay un par de personas tan solo. Luego vuelve a su folleto sin decirme nada—. Tengo hambre...

—Creo que estará ocupado —dice entonces, mirando su reloj en la muñeca. Entonces deja el folleto a un lado, en una mesa de revistas, y se levanta. El sonido de sus pasos hace eco sobre la tarima. Observo atentamente cómo recarga una parte de sus antebrazos en el mostrador.

La chica que atiende al público se sonroja cuando él habla. Entorno los ojos y enarco una ceja. Sé que está pensando cosas extras, la muchacha, porque me lanza una mirada de culpa y, en automático, se vuelve para irse por la que yo supongo es la puerta que da hacia el despacho de su empleador. Minutos más tarde regresa, y levanta una puertecita en el mostrador.

Devon, desde allá, me hace una seña para que vaya con él.

Le sonrío a la muchacha del mostrador, que vuelve a sonrojarse cuando me anclo de la muñeca de mi compañero.

—Está un tanto ocupado, pero le recordé que estamos dispuestos a pagar bien... —dice él, en tono sugerente.

Con un suspiro, cabeceo para que vea que me he rendido ya. Le pedí que no hiciera uso de sus fondos escolares para nada que no fuera realmente necesario. Y parece que eso ha llegado más pronto que tarde. Además, la muchacha está tan sonrojada que pienso, por un instante, que ha escuchado algo de Dev que la ha hecho avergonzarse.

Una vez dentro del establecimiento, ella nos conduce por un largo pasillo. Hay un montón de jaulas por doquier.

Lo que me recuerda...

—Caray... —murmuro para mí misma y palpo el antihistérico que llevo conmigo en la bandolera.

Como si hubiera escuchado del todo, Devon me mira por encima de su hombro y se obliga a sonreír. Miro en otra dirección cuando desliza mi mano hasta que puede sujetarla entre sus dedos de nuevo.

Dudo un momento antes de detenernos, pero cuando estamos lo suficientemente cerca y la dependienta ya ha entrado en una especie de oficina, me muerdo un labio y tomo aire. Devon me mira con curiosidad. Bajo una iluminación tan rica, el color negro de su pelo resalta. Como si se lo ha peinado o no, descubro que su piel es más pálida en estos casos. El desgarbo o la elegancia, ambas cosas le vienen bien.

Donde habitan los demoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora