22: El silencio de los culpables que un día fueron corderos

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—Deja de hacer eso —pido al tiempo que cierro los ojos.

Devon está conduciendo en silencio y no para de apretar las manos alrededor del volante. El chirrido de su piel contra el material del auto hace que se me erice la piel. Hace que esto se haga completamente real, que ni siquiera la diferencia entre el suceso de hace meses y este me ayude. Ver la cólera que irradian sus ademanes no me ayuda.

A veces es imposible no darme cuenta de lo mucho que me molesta su cercanía; por su carácter, que ha empezado a resonar en mi caja torácica, esa incesante voz que me dice el tipo de persona que es. Y también lo detesto; detesto sentirme atraía por él como un vampiro hacia la sangre pura. Estando a su alrededor, me he percatado de que estoy sedienta. De que no sé nada de pasión y relaciones y que lo que he hecho hasta ahora me ha dejado sin fuerzas pero de lo otro, del tipo de amor del que hablan mis padres, ese que te llena de energía y te hace superar las peores adversidades, no tengo idea.

Enfocar a Dev bajo esos pensamientos es tortuoso, me duele mucho.

Porque nadie en este planeta me parece más inalcanzable e imposible. Sin embargo, es el que, con voz terminante, le dijo qué hacer a cada uno. Su hermana y amigos no pusieron objeción; buscaron a Catherine por la fraternidad, y después de enterarse de que se había marchado volvieron. Para ese momento Devon había dejado de abrazarme, encargándose de limpiar los restos de sangre en mi nariz. Cuando Benjamin llegó, intentó hablar a solas conmigo.

Y sin querer me escondí detrás de Devon.

Mis músculos reaccionaron por acto reflejo, buscándolo como un refugio. Como esa tabla de salvación en la mitad de un océano.

—Voy a conducir hasta el dormitorio —dice cuando cierro los ojos y recargo la cabeza en el respaldo—. Annie...

Lo miro al perfil. La noche cae con una bruma horrenda sobre nosotros. Una neblina espesa deambula por la carretera incluso, mientras el auto se mueve lento y rítmico. Aun así, no tengo prisa. Siento que, en cuanto llegue al edificio, la voz se habrá corrido y las miradas de las personas estarán posadas en mí con lástima y quizás con burla.

Parpadeo dos veces...

—No quiero estar rodeada de gente —murmuro—. En la escuela tuve pánico escénico; me aterra que las personas vean mis momentos de debilidad. Se siente terrible tener que vivir acorazada todo el tiempo, como si nadie me cuidara la espalda, como si le debiera algo a la mayoría de personas con las que me cruzo. Es cansado. Es trepidante y si no hago algo de inmediato voy a claudicar.

Al término de mi diatriba, noto el acelerón del coche. El silencio que me devuelve él se alarga unos diez minutos. Pero ha cambiado el rumbo. Ha tomado la intersección por la que se puede llegar a la iglesia de Padin. Cerca de los muelles abandonados del terreno, en la cava donde antes se reunían tantísimas personas, por fin detiene el vehículo.

Al final lo único que necesito es quietud.

—No sé qué hacer —suspira Dev a mi lado; se estira en su lugar mientras vuelve a apretar con tremenda fuerza el volante y entonces cierra los ojos, diciendo—: Por favor dime qué hago.

En lugar de responder, me bajo del auto y me abrazo a mí misma. El bosque está hundido en la penumbra. Hay nubes oscuras en el cielo y un viento frío, quizás septentrional, azota las copas de los pinos perennes que nos rodean. El claro en el que nos detuvimos antes debió de ser un jardín. Hay una verja más adelante, con el emblema de Humphrey Stanley y su habitual lema de bienvenida.

Donde habitan los demoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora