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La Rosaleda era, en aquellos días, un agridulce caos. El dueño de las tierras, el señor Yaoyorozu, no hacía más que pasear desde un extremo del jardín hasta la mitad del camino, pues tan grande era la extensión que al débil anciano le resultaba imposible hacer el trayecto hasta la otra punta. La señora hacía mucho que descansaba en paz, tanto que Momo, hija única del matrimonio, casi no podía acertar a diferenciar su rostro entre los borrosos recuerdos de su infancia. La joven miraba con preocupación a su padre, de salud frágil, mientras este murmuraba entre dientes y se quejaba de su decadente senectud; sin embargo, bajo sus serios semblantes, ambos eran en realidad felices.

La Rosaleda, como acostumbraban a referirse a la propiedad, solo encerraba alegres memorias de la vida de Momo. Era demasiado pequeña en aquella época como para recordar la muerte de su madre, por lo que, a sus ojos, la finca era un territorio independiente, aislado de la crudeza del mundo real. Tras las verjas que delimitaban las enormes posesiones de los Yaoyorozu no podía entrar ninguna clase de maldad ni desgracia; la casa parecía estar protegida por encantamientos ocultos que impedían el paso de la tristeza. Así, al menos, es como Momo Yaoyorozu veía su hogar, casa de los juegos de su infancia y patria de su beatitud. La Rosaleda estaba unida a ella con los más fuertes lazos; tanto que Momo se sentía parte de la tierra misma. Cada brizna de hierba que crecía dentro de las verjas pasaba a formar parte de su cabellera, negra para la vista humana pero del más puro verde en alma, y cada una de las rosas que crecía allí daba color a sus pálidas y suaves mejillas.

Junto a una de las ventanas de la sala de estar, las blanquísimas manos de Momo bordaban con maestría, sin reducir en ningún momento la velocidad del trabajo. El Sol derramaba grandes cascadas de luz a través del vidrio de la ventana, bañando por completo su vestido rosa palo en calurosa claridad. Fuera hacía un tiempo excelente; ni una sola nube amenazaba con derramar su lluvia sobre la tierra, y una gentil brisa hacía que el calor no fuese insoportable. Momo cesó un instante su labor y se preguntó si no sería buena idea reemplazar el bordado con un paseo por el jardín. No habían tenido un tiempo así desde hacía días, y no aprovechar la ocasión sería casi un acto sacrílego. Posó la labor sobre una mesita cercana, con la intención de recogerla después, y se dirigió a la puerta que daba al jardín.

Los rayos de luz le dieron la bienvenida al mundo exterior. Aunque el parasol le brindaba cierto resguardo y alivio, el calor era agradablemente sofocante. Momo habría agradecido un golpe de brisa fresca, pero no maldecía el bochorno; días así le agradaban mucho más que aquellos donde la lluvia era tan espesa que impedía ver el camino. Ni siquiera había pensado en tomar un chal como solía hacer. El día era tan magnífico que se había olvidado de aquel hábito. La sombra del parasol caía directamente sobre los dorados adornos que el vestido incorporaba en la zona del escote y sobre las mangas cortas y ligeramente abullonadas de este. Era una prenda exquisita, importada directamente de la capital francesa. Los delicados patrones, dibujados en hilo dorado sobre la tela rosa palo, eran lo suficientemente finos como para resultar elegantes sin llamar en exceso la atención. Aquel vestido era una joya a la que Momo tenía especial aprecio.

La razón por la cual había optado por usar la prenda era que pronto debían subir al coche y poner rumbo a otra de las propiedades cercanas, El Pedregal. Hacía poco tiempo, los Iida habían adquirido una de las fincas próximas a la de los Yaoyorozu. El padre de Momo había ido a presentarse ante sus nuevos vecinos. El señor y la señora Iida eran, según el anciano le había contado a su hija, un matrimonio culto y ejemplar en casi todos los aspectos que el señor Yaoyorozu podía haber comprobado. Ambos poseían excelentes modales y una hospitalidad entrañable. Tras una tarde de interesantísima discusión con el señor Iida, Yaoyorozu había recibido una invitación para la semana próxima. Comerían en su casa ese día. También Momo debía acudir, pues ambos señores habían conversado en cierto momento sobre sus descendencias. Al parecer, el señor Iida tenía dos hijos solteros, Tensei y Tenya. El señor Yaoyorozu no pudo hablar con ninguno, pues ambos se encontraban en la ciudad. Iida le había tranquilizado asegurándole que estarían presentes en el momento de la comida. Su regreso estaba planeado para el día siguiente, y el señor Iida había expresado su descontento; le habría encantado que el señor Yaoyorozu les hubiera conocido. Por la descripción que el propio padre brindó, Tensei y Tenya eran dos muchachos dotados de un vivo intelecto y de todas las cualidades que conforman a un buen caballero. Aunque el afecto haya contribuido a ensalzar los caracteres de sus hijos, el señor Iida había hablado con tanta naturalidad sobre sus virtudes que el anciano Yaoyorozu no pudo sino tomar su palabra por cierta. Tras su regreso de El Pedregal, el señor Yaoyorozu había descrito con igual emoción a la familia. Momo no podía negar que deseaba conocer por fin a sus vecinos, pero empezaba a temer las intenciones de su padre. El tono enérgico y entusiasta que había empleado al relatar su experiencia no solo había hablado a favor de la ilustre familia, sino que también había desvelado a Momo sus pensamientos. Se tranquilizó diciéndose que su padre nunca sería capaz de obligarla a tal cosa.

En todas estas cuestiones reflexionaba Momo mientras paseaba entre los rosales del jardín. Se preguntaba con infantil curiosidad cómo serían los Iida. Después de todo, había habido muy pocas incorporaciones al vecindario durante los tiempos pasados, y la mayoría no duraban demasiado tiempo. Muchas de las propiedades eran residencias temporales de otros propietarios. De los pocos que Momo tenía conocimiento eran los siguientes:

En primer lugar, estaba la finca de la familia Jiro, Canto Alegre. El padre de familia era el director de la ópera en la ciudad, por lo que solían estar ausente la mayoría del tiempo. La mujer y su hija, de la edad de Momo, acostumbraban a venir al final de la temporada social. Momo había trabado una fuerte amistad con Kyoka, quien había sido una gran compañía en sus paseos matutinos.

El segundo puesto en materia de importancia lo ocupaba la propiedad de la familia Bakugo. Los Yaoyorozu no tenían contacto apenas con ellos, pero ambas familias se conocían gracias a los bailes y fiestas celebrados en la La Rosaleda. La joven Yaoyorozu sabía que su hijo, Katsuki, estaba considerado uno de los más desagradables jóvenes de la región. La mayoría de la sociedad ni siquiera empleaba el término "caballero" para referirse al irascible y malhumorado hijo de los Bakugo. Momo no había hablado con él sino brevemente para darle la bienvenida a su casa; tampoco es que pretendiera entablar una conversación más profunda con el susodicho.

Finalmente estaban las dos enormes fincas de los Todoroki y de Yagi. De este último poco se sabía en realidad y muchos eran los rumores. La versión más aceptada por el común del vecindario era que pertenecía a un siniestro hombre, un soltero de casi 50 años que casi nunca se dejaba ver en sociedad. Los Yaoyorozu habían tratado de invitarle a una de sus veladas, pero tanto Momo como el señor Yaoyorozu sospechaban que las cartas seguirían estando en el mismo sitio que cuando las depositaron, probablemente llenas de polvo en el buzón o en alguna estantería. Los Todoroki eran completamente distintos.

La señora Todoroki estaba confinada permanentemente en casa. Momo había oído que sufría algún tipo de enfermedad de la mente. Ella nunca había llegado a verla en persona, y solo podía imaginársela por las descripciones que había recibido; una mujer delgada y pálida, con espeso cabello albino y tristes ojos grises. Todo lo concerniente a la señora Todoroki era un misterio. Por otra parte, la cara visible de la familia estaba compuesta por el señor Todoroki y sus tres hijos. De estos, Momo solo había llegado a conocer a los dos mayores, Natsuo y Fuyumi. El tercero vivía en la ciudad por su cuenta. Las habladurías decían que estaba estudiando medicina para poder ayudar a su madre, pero la única verdad era que los Todoroki nunca hablaban de su vida familiar.

De esta manera estaban repartidas las principales fincas de la región. Algo más alejadas de ellas se encontraban algunas granjas y pequeñas casas. La buena sociedad que poblaba las mansiones y villas no se juntaba con los campesinos, sin embargo. Como mucho, podían cruzarse durante uno de sus paseos con algún granjero que se dirigiese al campo.

La hora llegó por fin. El señor Yaoyorozu hizo llamar a su hija y ambos subieron al coche.

- ¿No le parece excesivo hacer que saquen los caballos para un trayecto tan reducido, padre? – inquirió Momo.

- En absoluto. Mis ancianas piernas no podrían aguantar el viaje hasta allí.

Momo observó al cochero con cierta lástima. Era en verdad un abuso hacer que preparase el coche para un camino que fácilmente podía hacerse a pie en menos de quince minutos.

- Samidare ya está acostumbrado a mis peculiaridades. – concluyó el señor Yaoyorozu.

- Para servirle, señor. – asintió el jovencísimo cochero.

El coche se puso en marcha. Estarían allí en apenas cinco minutos. El señor Yaoyorozu parecía regocijarse en la idea de que Momo pudiera por fin conocer a la familia que tan buena impresión le había causado, y de nuevo alabó durante unos breves minutos a los Iida.

- La conversación con ellos es algo delicioso. Hacía mucho tiempo que no charlaba con alguien que poseyera un intelecto tan despierto como el del señor Iida, y estoy convencido de que sus hijos habrán heredado esta cualidad de su padre.

Momo sonreía y le daba la razón; seguro que aquellos caballeros eran igualmente intachables. Al menos, eso esperaba, pues pocas cosas había peores que tener que mantener a raya la conducta de una cuando se compartía mesa con algún impertinente. 

Guinevere | TodoMomo |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora