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El viejo Yaoyorozu había disfrutado de una vida envidiable. No fue hasta la senectud cuando su cuerpo empezó a volverse contra él, por lo que tuvo ocasión de disfrutar de una juventud y edad adulta plenamente activas. Había regentado la propiedad de La Rosaleda de manera ejemplar. Lo único que lamentaba era verse obligado a abandonar el mundo con una descendencia tan escasa. De no haber fallecido su madre poco después de su nacimiento, Momo ahora podría tener hermanos en los que apoyarse cuando su padre, incapaz ya de mantener su fiero agarre a la vida, hiciese el viaje sin retorno. El único objetivo de Yaoyorozu era atar el último asunto que le impediría descansar en paz; ver a su única hija bien casada y feliz.

Ese era uno de los motivos por los que la adquisición de El Pedregal por la familia Iida le había causado un regocijo tan grande. Cualquiera de los dos hermanos sería un marido ejemplar para Momo, pero existía una notable diferencia de interés. Tensei, aunque siempre correcto en su conducta, no había dado muestras de pretender acercarse a la joven mujer. Por el contrario, Yaoyorozu estaba muy seguro de que Tenya Iida sentía una inclinación hacia Momo. Ella misma había hablado, con su tono de inocencia habitual, de lo muy atento que era el menor de los Iida. Las sospechas de su padre comenzaban a tomar forma y le convencían de que su última voluntad se cumpliría sin tardar demasiado.

La casa había sido arreglada y acicalada con especial atención. Los invitados no tardarían demasiado en comenzar a aparecer. Yaoyorozu aguardaba impaciente la llegada de los Iida, como era natural de acuerdo a sus previsiones respecto a la relación con Momo. Deseaba que durante la velada aquel vínculo se fortaleciese, de manera que ella fuese por fin capaz de ver lo que su padre ya había notado. Su hija seguía siendo increíblemente inconsciente ante las señales que un pretendiente daba a entender con sus acciones. Siempre había sido así, en realidad. El señor Yaoyorozu solía recordar una anécdota de la niñez de Momo que demostraba esto; hacía años, un niño campesino, desconocedor aún de las diferencias sociales, se había enamorado con una adoración infantil de ella. Llegó a regalarle un tosco ramo de flores silvestres que Momo aceptó encantada, creyendo firmemente que el chico era amable por naturaleza y no tenía ningún otro motivo para ofrecérselas a ella en particular. Su ingenuidad había resultado verdaderamente adorable hasta entonces, aunque quizá pudiera tornarse un problema con su edad actual. Afortunadamente, uno no podía interpretar mal una proposición de matrimonio por muy torpe que sea identificando las sutilezas que siempre la precedían.

El ruido y movimiento en el camino de grava de La Rosaleda indicaron la llegada de los primeros invitados. La familia Jiro descendió del oscuro y elegante carruaje. Junto a ellos venía el señor Yamada, quien amablemente tendió su mano a Kyoka ante la mirada aprobatoria de sus padres. La muchacha sonrió de manera poco convincente, dejando claro que le incomodaban aquellas atenciones. Corrigió su expresión lo mejor que pudo, tratando de engañar a los señores Jiro, pero incapaz de burlar al ojo experto de Momo. Una vez en el salón, Kyoka consiguió librarse brevemente de Yamada, pues este había entablado conversación con el señor Yaoyorozu.

Kyoka charló de manera natural con Momo. No mencionó en ningún momento al hombre que su amiga sabía que ocupaba su mente. Una espera breve fue necesaria antes de escuchar los siguientes sonidos de un vehículo acercándose. La familia Iida (los dos hermanos y los señores) fue recibida con una impetuosidad tan obvia por parte de Yaoyorozu que todos los invitados supieron enseguida cuáles eran las ambiciones de este. Incluso Momo se sintió levemente avergonzada de la conducta de su padre. La única cosa que podía excusarle era su senectud evidente.

Guinevere | TodoMomo |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora