«Somos lo que somos, y queremos lo que queremos. Eso no nos hace monstruos»
Londres, 1963
El frío me calaba los huesos en aquel lugar concurrido de gente. No era el frío en sí, el que me hacía sentir indefensa, pequeña, si no la sensación de saber que estaba sola en esto.
Con una maleta de cinco quilos en una mano, y una carta de admisión en la otra, el corazón me latía a mil, expectante por lo que iba a pasar. Aunque había mucho ruido en aquel lugar, lleno de humo y de conversaciones aleatorias, no oía ni una sola palabra que no fuese parte de mi pensamiento, encerrada entre las paredes de mi mente.
El tren, finalmente llegó, acompañado de su ensordecedor traqueteó, y anunció la marcha que tanto había estado esperando. Entregué el pase de pasajero al revisor, y con una grapadora, marcó el billete, dejando un agujero en el papel. No pensé mucho donde sentarme, ya que el viaje era corto, por lo que me acomodé en una butaca, dentro de un apartado, y no aparté la vista de la ventana, durante todo el trayecto.
Durante la hora y cuarto que estuve con la mirada fija en las vistas exteriores organicé mis ideas. Había dejado a mi padre en casa, sin nadie que se hiciese cargo de él, ¿y todo para qué? Para cumplir un sueño frustrado de la niñez. Sabía que lo que había echo no estaba bien, pero necesitaba cumplir ese sueño por ella.
Mi madre, Mary, no duró mucho tiempo con nosotros. Ella siempre me hablaba de la historia de su padre, mi abuelo, el cuál fue profesor en una academia llamada Athens, la cuál era muy privada, y por lo que se veía, también prodigiosa. Mary siempre hablaba sobre las historias que su padre le explicaba a ella, todas ellas provenientes de la literatura clásica, y algún que otro mito griego. Fue así como decidí iniciarme en la literatura, ella me lo pegó. Al igual que mi abuelo se lo pegó a Mary. Por ese mismo echo, me llamó Charlotte, en honor a la escritora.
Cuando un cáncer inesperado nos la arrebató, tanto mi padre como yo quedamos trastornados, pero la diferencia entre él y yo, es que yo pasé página. Él en cambio, se quedó paralizado. Los doctores dijeron que era un efecto secundario de la perdida, un shock, decían.
Cuidar de mi padre se convirtió en costumbre, y no le sonsacaba ni una palabra. Se limitaba a mirar un punto fijo durante todo el día, y se le olvidaba de comer o de ir al baño. Había días en los que ni siquiera dormía. Soportar durante años la misma situación se hizo pesado. Mientras mis amistades salían, yo no me lo podía permitir, por miedo a que le pasase algo durante mi estancia en el exterior.
Cuando llegó la carta de admisión de la Academia Athens, me lo tuve que pensar mucho antes de tomar una decisión: ¿seguir con mi vida, o quedarme atrapada en un mismo momento, como mi padre? Por supuesto elegí la primera opción. Hice las maletas, llenándolas solamente de lo más esencial para mí: una fotografía de mi familia, ropa, la pluma de mi padre, la colonia de esencia de vainilla de mi madre, y los libros de Charles Dickens que me regaló mi abuelo antes de morir misteriosamente.
ESTÁS LEYENDO
Athens©
Teen FictionCharlotte decide cumplir la última voluntad de su madre: ingresar en la prestigiosa academia Athens. Edric, un chico dejado al nacer frente la misma escuela, que no conoce nada más allá de sus muros, lucha por saber quién realmente es. Caspar, la o...