14. La cueca de los fugitivos 2: Canto de ballena

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La figura del chico se veía hermosa a contraluz, siéndole casi inalcanzable, destacaba de entre toda la belleza que presenciaba, esa sensual y angosta cintura suya. A su vez, su cabello parecía arder en llamas, ondeándose a merced del viento. Lo amaba, sí lo amaba tanto pero no se sentía capaz de decírselo directamente.

Lo vio desaparecer sin prisa, pisando el agua con sus delgados pies apenas cubiertos por unas sandalias de cuero. Casi parecía como si esa acción lo invitara a levantarse y a seguir sus pasos hasta atraparlo. Se preguntó cómo reaccionaría Kakyoin si lo sostenía por la espalda y lo tiraba hacia atrás para retenerlo.

No obstante, para cuando se levantó fue muy tarde. La figura del chico se había perdido tras las rocas de aquella gruta inundada tanto de agua como del cálido atardecer veraniego que se colaba por entre las piedras desde el exterior.

Tal vez dejarlo ir era lo mejor. De esta forma podría decirle al resto que abandonaran ese escondite durante la noche, para así impedir que regresara a arriesgar su vida visitándolo...

Un fuerte chapuzón trajo a Jotaro de regreso a la realidad. Al mismo tiempo el sonido de las gaviotas y otras aves recurrentes en las playas se hizo presente. Dio un par de pasos hacia afuera. Notando como la deshidratación comenzaba a consumirlo poco a poco bajo una urgente necesidad de tocar aunque fuera un vaso de agua con los labios.

El ruido del mar lo llamaba poco a poco, seduciéndolo incluso más que de costumbre, como si las últimas horas vagando en tierra fueran la causa de todos esos pesares con los que cargaba. Preguntándose si lograría llegar a su destino sin morir en el intento.

Evitó por algún motivo adentrarse en la pequeña bahía que rompía allá dentro. Subiéndose a las rocas mientras lanzaba sus zapatos hacia la arena, transitando por esa zona tan inestable hasta dar con el exterior.

Descubrió como el atardecer se alzaba en el cielo más alto de lo que esperaba, tiñendo todo lo que había por sobre su cabeza de un naranjo espectacular, romántico y a su vez lo suficientemente saturado y mezclado con el púrpura de la noche como para entristecerlo en cierta medida. A su vez, sus latidos no tardaron en recordarle que Kakyoin debía estar cerca, al igual que ese grupo tan ruidoso compuesto únicamente por los amigos de Jolyne.

—No mires— dijo la voz del pelirrojo—. El viejo Stevens se ha suicidado.

Fue tirado hacia atrás, cayendo sobre la arena, interrumpiendo su desesperado avance antes de que siquiera sus pies lograran tocar el agua, un par de manos muy finas se enredaron en su rostro, cegándolo con cuidado, haciéndolo sentirse como si no fuera más que un niño pequeño enfrentándose a la muerte por primera vez.

De pronto un par de susurros llenaron sus oídos, forzándolo a mover su cabeza de un lado a otro, intentando deshacerse del agarre del chico. La angustia lo recorría y de una forma u otra, esta no era producida por su deshidratación, sino por un miedo que se colaba por entre los dedos de sus pies descalzos, se enroscaba en sus piernas y se hacía camino hacia su espalda con la violencia suficiente como para hacerlo querer salir corriendo.

—¿Las oyes, cierto? —murmuró Kakyoin— Son las ánimas...

—No digas su nombre —sentenció con brusquedad—. Vendrán por tu alma si las llamas.

Una risilla digna de Kakyoin se antepuso ante los lamentos de aquellas ánimas. Calmándolo un poco, aunque no lo suficiente, pues no tardó en notar una presencia tan poderosa que lo hizo estremecerse.

Un suave canto de ballenas comenzó a resonar a lo lejos, como si un grupo estuviera buscando a sus semejantes para encontrarse. Era extraño, pues las ballenas no solían aparecerse en las bahías a menos que encallaran producto de alguna anomalía en sus cuerpos. Además, sus canticos no se oían fuera del agua.

Un vals entre las olas  -JotaKak-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora