CRISI QUINTA.

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Plaza del populacho y corral del Vulgo

Estábase la Fortuna, según cuentan, bajo su soberano dosel, más asistida de sus cortesanos que asistiéndoles, cuando llegaron dos pretendientes de dicha a solicitar sus favores. Suplicó el primero le hiciese dichoso entre personas, que le diese cabida con los varones sabios y prudentes. Mirándose unos a otros los curiales y dijeron:

—Éste se alzará con el mundo.

Mas la Fortuna, con semblante mesurado y aun triste, le otorgó la gracia pretendida. Llegó el segundo y pidió, al contrario, que le hiciese venturoso con todos los ignorantes, y necios. Riéronlo mucho los del cortejo, solemnizando gustosamente una petición tan extraña. Mas la Fortuna, con rostro muy agradable, le concedió la suplicada merced. Partiéronse ya entrambos tan contentos como agradecidos, abundando cada uno en su sentir. Mas los áulicos, como siempre están contemplando el rostro de su príncipe y brujuleándole los afectos, notaron mucho aquel tan extravagante cambiar semblantes de su reina. Reparó también ella en su reparo y muy galante le dijo:

—¿Cuál de estos dos, pensáis vosotros, ¡oh cortesanos míos!, que ha sido el entendido? Creeréis que el primero. Pues sabed que os engañáis de medio a medio, sabed que fue un necio: no supo lo que pidió, nada valdrá en el mundo. Este segundo sí que supo negociar: éste se alzará con todo.

Admiráronse mucho, y con razón, oyendo tan paradojo sentir, mas desempeñóse ella diciendo:

—Mirá, los sabios son pocos, no hay cuatro en una ciudad; ¡qué digo cuatro!, ni dos en todo un reino. Los ignorantes son los muchos, los necios son los infinitos; y así, el que los tuviere a ellos de su parte, ése será señor de un mundo entero.

Sin duda que estos dos fueron Critilo y Andrenio, cuando éste, guiado del Cecrope, fue a ser necio con todos. Era increíble el séquito que arrastraba el que todo lo presume y todo lo ignora. Entraron ya en la plaza mayor del universo, pero nada capaz, llena de gentes, pero sin persona, a dicho de un sabio que con la antorcha en la mano, al medio día iba buscando un hombre que lo fuese y no había podido hallar uno entero: todos lo eran a medias; porque el que tenía cabeza de hombre, tenía cola de serpiente, y las mujeres de pescado; al contrario, el que tenía pies no tenía cabeza. Allí vieron muchos Acteones que luego que cegaron se convirtieron en ciervos. Tenían otros cabezas de camellos, gente de cargo y de carga; muchos, de bueyes en lo pesado, que no en lo seguro; no pocos, de lobos, siempre en la fábula del pueblo; pero los más, de estólidos jumentos, muy a lo simple malicioso.

—Rara cosa —dijo Andrenio—, que ninguno tiene cabeza de serpiente ni de elefante, ni aun de vulpeja.

—No, amigo —dijo el Filósofo—, que aun en ser bestias no alcanzan esa ventaja. Todos eran hombres a remiendos, y así, cual tenía garra de león, y cual de oso el pie; hablaba uno por boca de ganso, y otro murmuraba con hocico de puerco; éste tenía pies de cabra, y aquél orejas de Midas; algunos tenían ojos de lechuza, y los más de topo; risa de perro, quien yo sé, mostrando entonces los dientes.

Estaban divididos en varios corrillos hablando, que no razonando, y así oyeron en uno que estaban peleando: a toda furia ponían sitio a Barcelona y la tomaban en cuatro días por ataques, sin perder dinero ni gente; pasaban a Perpiñán, mientras duraban las guerras civiles de Francia; restauraban toda España, marchaban a Flandes, que no había para dos días; daban la vuelta a Francia, dividíanla en cuatro potentados, contrarios entre sí, como los elementos; y finalmente venían a parar en ganar la Casa Santa.

—¿Quién son éstos —preguntó Andrenio— que tan bizarramente pelean? ¿Si estaría aquí el bravo Picolomini? ¿Es por ventura aquél el conde de Fuensaldaña, y aquel otro Totavila?

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