CRISI OCTAVA.

1 0 0
                                    


Armería del Valor

Estando ya sin virtud el Valor, sin fuerzas, sin vigor, sin brío y a punto de expirar, dícese que acudieron allá todas las naciones, instándole hiciese testamento en su favor y les dejase sus bienes.

—No tengo otros que a mí mismo —les respondió—. Lo que yo os podré dejar será este mi lastimoso cadáver, este esqueleto de lo que fui. Id llegando, que yo os lo iré repartiendo. Fueron los primeros los italianos, porque llegaron primeros, y pidieron la testa.

—Yo os la mando —dijo—. Seréis gente de gobierno, mandaréis el mundo a entrambas manos.

Inquietos los franceses, fuéronse entremetiendo, y deseosos de tener mano en todo, pidieron los brazos.

—Temo —dijo— que si os los doy, habéis de inquietar todo el mundo. Seréis activos, gente de brazo, no pararéis un punto: malos sois para vecinos. Pero los genoveses, de paso, les quitaron las uñas, no dejándoles ni con qué asir ni con qué detener las cosas; pero a los españoles les han dado tan valientes pellizcos en su plata, que no hiciera más una bruja, chupándoles la sangre cuando más dormidos.

—Item más, dejo el rostro a los ingleses. Seréis lindos, unos ángeles; mas temo que, como las hermosas, habéis de ser fáciles en hacer cara a un Calvino, a un Lutero y al mismo diablo. Sobre todo, guardaos no os vea la vulpeja, que dirá luego aquello de «hermosa fachata, mas sin celebro».

Muy antentos, los venecianos pidieron los carrillos. Riéronse los demás, pero el Valor:

—No lo entendéis —les dijo—. Dejad, que ellos comerán con ambos, y con todos. Mandó la lengua a los sicilianos, y habiendo duda entre ellos y los napolitanos, declaró que a las dos Sicilias; a los irlandeses, el hígado; el talle, a los alemanes.

—Seréis hombres de gentil cuerpo, pero mira que no lo estiméis más que el alma. La melsa a los polacos; el liviano, a los moscovitas, todo el vientre a los flamencos y holandeses:

—Con tal que no sea vuestro Dios.

El pecho a los suecos, las piernas, a los turcos, que con todos pretenden hacerlas, y donde una vez mete el pie, nunca más lo levantan; las entrañas, a los persas, gente de buenas entrañas; a los africanos, los huesos, que tengan que roer, como quien son; las espaldas a los chinas, el corazón a los japones, que son los españoles del Asia, y el espinazo a los negros.

Llegaron los últimos los españoles, que habían estado ocupados en sacar huéspedes de su casa que vinieron de allende a echarlos de ella.

—¿Qué nos dejas a nosotros? —le dijeron.

Y él:

—Tarde llegáis, ya está todo repartido.

—Pues a nosotros —replicaron—, que somos tus primogénitos, ¿qué menos que un mayorazgo nos has de dejar?

—No sé ya qué daros. Si tuviera dos corazones, vuestro fuera el primero. Pero mirá, lo que podéis hacer es que, pues todas las naciones os han inquietado, revolved contra ellas, y lo que Roma hizo antes, haced vosotros después: dad contra todas, repelad cuanto pudiéredes, en fe de mi permisión.

No lo dijo a los sordos; hanse dado tan buena maña, que apenas hay nación en el mundo que no la hayan dado su pellizco, y a pocos repelones se hubieran alzado con todo el Valor de pies a cabeza.

Esto les iba exagerando a Critilo y Andrenio a la salida de Francia por la Picardía, un hombre que lo era, y mucho, pues así como tienen unos cien ojos para ver y otras cien manos para obrar, éste tenía cien corazones para sufrir, y todo él era corazón.

El CriticónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora