CRISI OCTAVA.

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Las maravillas de Artemia

Buen ánimo contra la inconstante fortuna, buena naturaleza contra la rigurosa ley, buena arte contra la imperfecta naturaleza y buen entendimiento para todo. Es el arte complemento de la naturaleza y un otro segundo ser que por extremo la hermosea y aun pretende excederla en sus obras. Preciase de haber añadido un otro mundo artificial al primero, suple de ordinario los descuidos de la naturaleza, perficionándola en todo: que sin este socorro del artificio, quedara inculta y grosera. Éste fue sin duda el empleo del hombre en el paraíso, cuando le revistió el Criador la presidencia de todo el mundo y la asistencia en aquél para que lo cultivase: esto es, que con el arte lo aliñase y puliese. De suerte que es el artificio gala de lo natural, realce de su llaneza; obra siempre milagros. Y si de un páramo puede hacer un paraíso, ¿qué no obrará en el ánimo cuando las buenas artes emprenden su cultura? Pruébelo la romana juventud, y más de cerca nuestro Andrenio, aunque por ahora tan ofuscado en aquella corte de confusiones, cuya libertad solicitaron los desvelos de Critilo con la felicidad que veremos.

Érase una gran reina, muy celebrada por sus prodigiosos hechos, confinante con este primer rey, y por el consiguiente tan contraria suya que de ordinario traían guerra declarada y muy sangrienta. Llamábase aquélla, que no niega su nombre ni sus hechos, la sabia y discreta Artemia, muy nombrada en todos siglos por sus muchas y raras maravillas; si bien se hablaba de ella con grande variedad, porque aunque los entendidos sentían (y, entre ellos, el primero el tan valeroso como discreto duque del Infantado) de sus acciones como quien ellos son y ella merece, pero lo común era decir ser una valiente maga, una grande hechicera, aunque más admirable que espantosa. Muy diferente de la otra Circe, pues no convertía los hombres en bestias, sino al contrario, las fieras en hombres. No encantaba personas, antes las desencantaba.

De los brutos hacía hombres de razón; y había quien aseguraba haber visto entrar en su casa un estólido jumento, y dentro de cuatro días salir hecho persona. De un topo hacer un lince era fácil para ella; convertía los cuervos en candidas palomas, que era ya más dificultoso, así como hacer parecer leones las mismas liebres, y águilas los tagarotes; de un buho hacía un jilguero. Entregábanle un caballo, y cuando salía de sus manos no le faltaba sino hablar, y aun dicen que realmente enseñaba a hablar las bestias; pero mucho mejor a callar, que no era poco recabarlo de ellas.

Daba vida a las estatuas y alma a las pinturas: hacía de todo género de figuras y figurillas, personas de substancia. Y, lo que más admiraba de los titibilicios, cascabeles y esquiroles hacía hombres de asiento y muy de propósito, y a los chisgarabises infundía gravedad. De una personilla hacía un gigante, y convertía las monerías en madureces; de un hombre de burlas formaba un Catón severo. Hacía medrar un enano en pocos días, que llegaba a ser un Tifeo. Los mismos títeres convertía en hombres substanciales y de fondo, que no hiciera más la misma prudencia. Los ciegos del todo transformaba en Argos, y hacía que los interesados no fuesen los postreros en saber las cosas. Los dominguillos de borra, los hombrecillos de paja, convertía en hombres de veras. A las víboras ponzoñosas, no sólo les quitaba todo el veneno, pero hacía triaca muy saludable de ellas.

En las personas ejercitaba su saber y su poder con más admiración cuanto era mayor la dificultad, porque a los más incapaces infundía saber, que casi no ha dejado bobos en el mundo, y sí algunos maliciosos. Daba, no sólo memoria a los entronizados, pero entendimiento a los infelices; de un loco declarado hacía un Séneca, y de un hijo de vecino un gran ministro; de un alfeñique un capitán general tan valiente como un duque de Alburquerque, y de un osado mozo un virrey excelentísimo del mismo Napoles; de un pigmeo un gigantón de las Indias; de unos horribles monstruos hacía ángeles, cosa que estimaban mucho las mujeres.

Viéronla a veces, de repente, hacer de un páramo un pensil, y que prendían los árboles donde no prendieran las varas mismas. Dondequiera que ponía el pie formaba luego una corte y una ciudad tan culta como la misma Florencia; ni le era imposible erigir una triunfante Roma.

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