CRISI OCTAVA

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La cueva de la Nada

A todas luces anduvieron desalumbrados los que dijeron que pudiera estar el mundo mejor trazado de lo que hoy lo está, con las mismas cosas de que se compone. Preguntados del modo, respondían que todo al revés de como hoy le vemos, esto es, que el sol había de estar acá abajo, ocupando el centro del universo, y la tierra acullá arriba donde agora está el cielo, en ajustada distancia; porque de esa suerte, los que hoy se experimentan azares, entonces se lograran conveniencias. Fuera siempre día claro, viéramosnos las caras a todas horas y procediéramos con lisura, pues a la luz del medio día. Con esto, no hubiera noches prolijas para desazonados ni largas para enfermos, ni capas de maldad para bellacos; no padeciéramos las desigualdades de los tiempos, las inclemencias del cielo, ni la destemplanza de los climas. No hubiera invierno triste y encapotado, con nieves, nieblas y escarchas; no se sonaran los romadizos, ni tosiéramos con los catarros. No conociéramos sabañones en el invierno, ni sarpullido en el verano; no hubiera que emperezar por las mañanas, ni que estar todo el día tragando humo a una chimenea, calentándonos por un lado y resfriándonos por el otro. No pasáramos el estío sudando, basqueando, dando vuelcos toda la noche por la cama; escapáramonos de una intolerable plaga de sabandijas, enemigos ruincillos, mosquitos que pican y moscas que enfadan. Fuera siempre una primavera alegre y regocijada, no duraran solos quince días las rosas, ni solos dos meses las flores; cantaran todo el año los ruiseñores, y fuera continuo el regalo de las guindas. No conociéramos entonces ni groseros diciembres, ni julios apicarados con tanto desaliño. Todos fueran verdes abriles y floridos mayos, a uso del paraíso, conduciendo todas estas comodidades a una salud de bronce y a una felicidad de oro. Otra cosa, que fuera cien veces mayor la tierra, pues todo lo que ahora es cielo, repartida en muchas y mayores provincias, habitadas de cultas y políticas naciones, no informes, sino uniformes, porque no hubiera entonces negros, chichimecos, ni pigmeos, salvajes, etc. Otrosí, que no fuera tan seca España, airosa la Francia, húmeda Italia, fría Alemania, aneblada Inglaterra, hórrida Suecia y abrasada la Mauritania. Así, que toda la tierra fuera un paraíso, y todo el mundo un cielo.

Deste modo discurrían hombres blancos y aun aplaudidos de sabios; pero bien examinado, este modo de echarse a discurrir no tanto puede pasar por opinión, cuanto por capricho de entendimientos noveleros, amigos de trastornarlo todo y mudar las cosas cuadradas en redondas, dando materia de risa al sentencioso Venusino. Éstos, por huir de un inconveniente, dieron en muchos y mayores, quitando la variedad, y con ella la hermosura y el gusto, destruyendo de todo punto el orden y concierto de los tiempos, de los años, los días y las horas, la conservación de las plantas, la sazón de los frutos, el sosiego de las noches, el descanso de los vivientes; procediendo a todo esto sin estrella, pues las habrían de desterrar todas por ociosas, no hallándolas ocupación ni puesto. Pero, a todos estos desconciertos, ¿qué había de hacer el sol, inmoble y apoltronado en el centro del mundo, contra toda su natural inclinación y obligación, que a fuer de vigilante príncipe pide moverse sin parar, dando una y otra vuelta por toda su lucida monarquía? ¡Eh!, que no es tratable eso. Muévase el sol y camine, amanezca en unas partes y escóndase en otras, véalo todo muy de cerca y toque las cosas con sus rayos, influya con eficacia, caliente con actividad y refresque con templanza, y retírese con alternación de tiempos y de efectos; aquí levante vapores, allí conmueva vientos, hoy llueva, mañana nieve, ya cubierto, ya sereno; ande, visite, vivifique, pase y pasee de la una India a la otra, déjese ver ya en Flandes, ya en Lombardía, cumpliendo con las obligaciones de universal monarca del orbe: que si el ocio donde quiera es culpable vicio, en el príncipe de los astros sería intolerable monstruosidad.

Deste modo iban altercando el Honroso y el Ocioso; éste que ya los guiaba, y aquél que les seguía.

—Ora, dejaos —dijo Andrenio— de caprichosas cuestiones, y decidnos qué desván fuese aquel último y tan extremado.

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