CRISI DUODÉCIMA

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La isla de la Inmortalidad

Error plausible, desacierto acreditado, fue aquel tan celebrado llanto de Jerjes cuando, subido en una eminencia desde donde pudo dar vista a sus innumerables huestes que agotando los ríos inundaban las campañas, cuando otro no pudiera contener el gozo, él no pudo reprimir el llanto. Admirados sus cortesanos de tan extraño sentimiento, solicitaron la causa, tan escondida cuan impensada. Aquí el rey, ahogando palabras en suspiros, les respondió: «Yo lloro de ver hoy los que mañana no se verán, pues del modo que el viento lleva mis suspiros, así se llevará los alientos de sus vidas. Prevéngoles las obsequias a los que dentro de pocos años, todos los que hoy cubren la tierra, ella los ha de cubrir a ellos.» Celebran mucho los apreciadores de lo bien dicho este dicho y este hecho. Mas yo ríome de su llanto, porque preguntárale yo al gran monarca del Asia: «Sire, estos hombres, o son insignes o vulgares: si famosos, nunca mueren; si comunes, más que mueran.» Eternízanse los grandes hombres en la memoria de los venideros, mas los comunes yacen sepultados en el desprecio de los presentes y en el poco reparo de los que vendrán. Así, que son eternos los héroes y los varones eminentes inmortales. Éste es el único y el eficaz remedio contra la muerte —les ponderaba a Critilo y a Andrenio su Peregrino, tan prodigioso que nunca envejecía ni le surcaban los años el rostro con arrugas del olvido, ni le amortajaron la cabeza con las canas, repitiendo para inmortal—. Seguidme (les decía), que hoy intento trasladaros de la Casa de la Muerte al Palacio de la Vida, desta región de horrores del silencio a la de los honores de la fama. Decidme, ¿nunca habéis oído nombrar aquella célebre isla de tan rara y plausible propiedad que ninguno muere ni puede morir si una vez, entra en ella? Pues de verdad que es bien nombrada y apetecida.

—Ya yo he oído hablar de ella algunas veces —dijo Critilo—, pero como de cosa muy allende, acullá en los antípodas: socorro ordinario de lo fabuloso lo lejos, y como dicen las abuelas, de largas vías cercanas mentiras. Por lo cual yo siempre la he tenido por un espanta vulgo, remitiéndola a su simple credulidad.

—¿Cómo es eso de bene trobato? —replicó el Peregrino—, Isla hay de la Inmortalidad, bien cierta y bien cerca, que no hay cosa más inmediata a la muerte que la inmortalidad: de la una se declina la otra. Y así veréis que ningún hombre, por eminente que sea, es estimado en vida. Ni lo fue Ticiano en la pintura, ni el Bonarota en la escultura, ni Góngora en la poesía, ni Quevedo en la prosa. Ninguno parece hasta que desaparece; no son aplaudidos hasta que idos. De modo que lo que para otros es muerte, para los insignes hombres es vida. Asegúroos que yo la he visto y andado, gozándome hartas veces en ella, y aun tengo por empleo conducir allá los famosos varones.

—Aguarda —dijo Andrenio—, déjame hacer fruición de semejante dicha: ¿de veras que hay tal isla en el mundo y tan cerca, y que en entrando en ella, adiós muerte?

—Dígote que la has de ver.

—Aguarda, ¿y que ya no habrá ni el temor de morir, que aun es peor que la misma muerte?

—Tampoco.

—¿Ni el envejecer, que es lo que más sienten las Narcisas?

—Menos, no hay nada de eso.

—¿De modo que no llegan los hombres a estar chochos ni decrépitos, ni a monear aquellos tan prudentazos antes, que es brava lástima verlos después niñear los que eran tan hombres?

—Nada, nada de eso se experimenta en ella. ¡Oh, la bela cosa! En entrando allá, digo, fuera canas, fuera toses y callos, adiós corcova, y me pongo tieso, lucido y colorado, y me remozo y me vuelvo de veinte años, aunque mejor será de treinta.

—¡Y qué daría por poder hacer otro tanto quien yo me sé! ¡Oh cuándo me veré en ella, libre de pantuflos y manguitos y muletillas! Y pregunto, ¿hay relojes por allá?

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