CRISI PRIMERA

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Náufrago Critilo encuentra con Andrenio, 
que le da prodigiosamente razón de sí

Ya entrambos mundos habían adorado el pie a su universal monarca el católico Filipo, era ya real corona suya la mayor vuelta que el sol gira por el uno y otro hemisferio, brillante círculo en cuyo cristalino centro yace engastada una pequeña isla, o perla del mar o esmeralda de la tierra: diola nombre augusta emperatriz, para que ella lo fuese de las islas, corona del Océano. Sirve, pues, la isla de Santa Elena (en la escala de un mundo al otro) de descanso a la portátil Europa, y ha sido siempre venta franca, mantenida de la divina próvida clemencia en medio de inmesos golfos, a las católicas flotas del Oriente.

Aquí, luchando con las olas, contrastando los vientos y más los desaires de su fortuna, mal sostenido de una tabla, solicitaba puerto un náufrago, monstruo de la naturaleza y de la suerte, cisne en lo ya cano y más en lo canoro, que así exclamaba entre los fatales confines de la vida y de la muerte:

—¡Oh vida, no habías de comenzar, pero ya que comenzaste no habías de acabar! No hay cosa más deseada ni más frágil que tú eres, y el que una vez te pierde, tarde te recupera: desde hoy te estimaría como a perdida. Madrastra se mostró la naturaleza con el hombre, pues lo que le quitó de conocimiento al nacer le restituye al morir: allí porque no se perciban los bienes que se reciben, y aquí porque se sientan los males que se conjuran. ¡Oh tirano mil veces de todo el ser humano aquel primero que con escandalosa temeridad fió su vida en un frágil leño al inconstante elemento! Vestido dicen que tuvo el pecho de aceros, mas yo digo que revestido de yerros. En vano la superior atención separó las naciones con los montes y los mares si la audacia de los hombres halló puentes para trasegar su malicia. Todo cuanto inventó la industria humana ha sido perniciosamente fatal y en daño de sí misma: la pólvora es un horrible estrago de las vidas, instrumento de su mayor ruina, y una nave no es otro que un ataúd anticipado. Parecíale a la muerte teatro angosto de sus tragedias la tierra y buscó modo cómo triunfar en los mares, para que en todos elementos se muriese. ¿Qué otra grada le queda a un desdichado para perecer, después que pisa la tabla de un bajel, cadahalso merecido de su atrevimiento? Con razón censuraba el Catón aun de sí mismo entre las tres necedades de su vida el haberse embarcado por la mayor. ¡Oh suerte oh cielo oh fortuna!, aun creería que soy algo, pues así me persigues; y cuando comienzas no paras hasta que apuras: válgame en esta ocasión el valer nada para repetir de eterno.

Desta suerte hería los aires con suspiros, mientras azotaba las aguas con los brazos, acompañando la industria con Minerva. Pareció ir sobrepujando el riesgo, que a los grandes hombres los mismos peligros o les temen o les respetan; la muerte a veces recela el emprenderlos, y la fortuna les va guardando los aires: perdonaron los áspides a Alcides, las tempestades a César, los aceros a Alejandro y las balas a Carlos Quinto. Mas ¡ay!, que como andan encadenadas las desdichas, unas a otras se introducen, y el acabarse una es de ordinario el engendrarse otra mayor: cuando creyó hallarse en el seguro regazo de aquella madre común, volvió de nuevo a temer que enfurecidas las olas le arrebataban para estrellarle en uno de aquellos escollos, duras entrañas de su fortuna; Tántalo de la tierra, huyéndosele de entre las manos cuando más segura la creía, que un desdichado no sólo no halla agua en el mar, pero ni tierra en la tierra.

Fluctuando estaba entre uno y otro elemento, equívoco entre la muerte y la vida, hecho víctima de su fortuna, cuando un gallardo joven, ángel al parecer y mucho más al obrar, alargó sus brazos para recogerle en ellos, amarras de un secreto imán, si no de hierro, asegurándole la dicha con la vida. En saltando en tierra, selló sus labios en el suelo logrando seguridades, y fijó sus ojos en el cielo rindiendo agradecimientos. Fuese luego con los brazos abiertos para el restaurador de su vida, queriendo desempeñarse en abrazos y razones. No le respondió palabra el que le obligó con las obras: sólo daba demonstraciones de su gran gozo en lo risueño, y de su mucha admiración en lo atónito de el semblante. Repitió abrazos y razones el agradecido náufrago, preguntándole de su salud y fortuna, y a nada respondía el asombrado isleño. Fuele variando idiomas, de algunos que sabía, mas en vano, pues desentendido de todo se remitía a las extraordinarias acciones, no cesando de mirarle y de admirarle, alternando extremos de espanto y de alegría. Dudara con razón el más atento, ser inculto parto de aquellas selvas, si no desmintieran la sospecha lo inhabitado de la isla, lo rubio y tendido de su cabello, lo perfilado de su rostro, que todo lo sobrescribía europeo: del traje no se podían rastrear indicios, pues era sola la librea de su inocencia. Discurrió más el discreto náufrago: si acaso viviría destituido de aquellos dos criados del alma, el uno de traer, y el otro de llevar recados, el oír y el hablar. Desengañóle presto la experiencia, pues al menor ruido prestaba atenciones prontas, sobre el imitar con tanta propriedad los bramidos de las fieras y los cantos de las aves, que parecía entenderse mejor con los brutos que con las personas: tanto pueden la costumbre y la crianza. Entre aquellas bárbaras acciones rayaba como en vislumbres la vivacidad de su espíritu, trabajando el alma por mostrarse: que donde no media el artificio, toda se pervierte la naturaleza.

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