CRISI CUARTA.

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El museo del Discreto

Solicitaba un entendido por todo un ciudadano emporio, y aun dicen Corte, una casa que fuese de personas; mas en vano, porque aunque entró en muchas curioso, de todas salió desagradado, por hallarlas cuanto más llenas de ricas alhajas tanto más vacías de las preciosas virtudes. Guióle ya su dicha a entrar en una, y aun única; y al punto, volviéndose a sus discretos, les dijo;

—Ya estamos entre personas: esta casa huele a hombres.

—¿En qué lo conoces? —le preguntaron.

Y él:

—¿No veis aquellos vestigios de discreción?

Y mostróles algunos libros que estaban a mano:

—Éstas —ponderaba— son las preciosas alhajas de los entendidos. ¿Qué jardín del Abril, qué Aranjuez del Mayo como una librería selecta? ¿Qué convite más delicioso para el gusto de un discreto como un culto museo donde se recrea el entendimiento, se enriquece la memoria, se alimenta la voluntad, se dilata el corazón y el espíritu se satisface? No hay lisonja, no hay fullería para un ingenio, como un libro nuevo cada día. Las pirámides de Egipto ya acabaron, las torres de Babilonia cayeron, el romano coliseo pereció, los palacios dorados de Nerón caducaron, todos los milagros del mundo desaparecieron, y solos permanecen los inmortales escritos de los sabios que entonces florecieron y los insignes varones que celebraron. ¡Oh! gran gusto el leer, empleo de personas que si no las halla, las hace. Poco vale la riqueza sin la sabiduría, y de ordinario andan reñidas; los que más tienen menos saben, y los que más saben menos tienen, que siempre conduce la ignorancia borregos con vellocino de oro.

Esto les estaba ponderando, ya para consuelo, ya para enseñanza, a los dos presos en la cárcel del interés, en el brete de su codicia, un hombre, y aun más, pues en vez de brazos, batía alas, tan volantes que se remontaba a las estrellas y en un instante se hallaba donde quería. Fue cosa notable que cuando a otros, en llegando, les amarraban fuertemente, sin dejarles libertad ni para dar un paso, cargándoles de grillos y de cadenas, a éste al punto que llegó le jubilaron de una que al pie arrastraba y le apesgaba de modo que no le permitía echar un vuelo. Admirado Andrenio, le dijo:

—Hombre o prodigio, ¿quién eres?

Y él prontamente:

—Ayer nada, hoy poco más, y mañana menos.

—¿Cómo menos?

—Sí, que a veces más valiera no haber sido.

—¿De dónde vienes?

—De la nada.

—¿Y dónde vas?

—Al todo.

—¿Cómo vienes tan solo?

—Aun la mitad me sobra.

—Ahora digo que eres sabio.

—Sabio, no; deseoso de saber, sí.

—¿Pues con qué ocasión viniste acá?

—Vino a tomar el vuelo, que pudiendo levantarme a las más altas regiones en alas de mi ingenio, la envidiosa pobreza me tenía apesgado.

—Según eso, ¿no piensas en quedarte aquí?

—De ningún modo, que no se permuta bien un adarme de libertad por todo el oro del mundo; antes, en tomando lo preciso de lo precioso, volaré.

—¿Y podrás?

—Siempre que quiera.

—¿Podríasnos librar a nosotros?

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