CRISI TERCERA.

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La hermosa naturaleza

Condición tiene de linda la varia naturaleza, pues quiere ser atendida y celebrada. Imprimió para ello en nuestros ánimos una viva propensión de escudriñar sus puntuales efectos. Ocupación pésima la llamó el mayor sabio: y de verdad lo es cuando para en sola una inútil curiosidad. Menester es se realce a los divinos aplausos, alternados con agradecimientos; y si la admiración es hija de la ignorancia, también es madre del gusto. El no admirarse procede del saber en los menos, que en los más del no advertir. No hay mayor alabanza de un objeto que la admiración (si calificada), que llega a ser lisonja porque supone excesos de perfección, por más que se retire a su silencio. Pero está ya muy vulgarizada, que nos suspenden las cosas, no por grandes, sino por nuevas; no se repara ya en los superiores empleos por conocidos, y así andamos mendigando niñerías en la novedad para acallar nuestra curiosa solicitud con la extravagancia. Gran hechizo es el de la novedad, que como todo lo tenemos tan visto, pagámonos de juguetes nuevos, así de la naturaleza como del arte, haciendo vulgares agravios a los antiguos prodigios por conocidos: lo que ayer fue un pasmo, hoy viene a ser desprecio, no porque haya perdido de su perfección, sino de nuestra estimación; no porque se haya mudado, antes porque no, y porque se nos hace de nuevo. Redimen esta civilidad del gusto los sabios con hacer reflexiones nuevas sobre las perfecciones antiguas, renovando el gusto con la admiración. Mas si ahora nos admira un diamante por lo extraordinario, una perla pregrina, ¡qué ventaja sería en Andrenio llegar a ver de improviso un lucero, un astro, la luna, el sol mismo, todo el campo matizado de flores y todo el cielo esmaltado de estrellas! Díganoslo él mismo, que así proseguía su gustosa relación:

—En este centro de hermosas variedades, nunca de mí imaginado, me hallé de repente dando más pasos con el espíritu que con el cuerpo, moviendo más los ojos que los pies. En todo reparaba como nunca visto y todo lo aplaudía como tan perfecto; con esta ventaja, que ayer cuando miraba al cielo sólo empleaba la vista, mas aquí todos los sentidos juntos, y aun no eran bastantes para tanta fruición: quisiera tener cien ojos y cien manos para poder satisfacer curiosidades del alma, y no pudieran. Discurría embelesado mirando tanta multitud de criaturas, tan diferentes todas en propriedades y en esencias, en la forma, en el color, efectos y movimientos; cogía una rosa, contemplaba su belleza, percibía su fragancia, no hartándome de mirarla y admirarla; alargaba la otra mano a alguna fruta, empleando de más en más el gusto, ventaja que llevan los frutos a las flores. Hálleme a poco rato tan embarazado de cosas, que hube de dejar unas para lograr otras, repitiendo aplausos y renovando gustos. Lo que yo mucho celebraba era el ver tanta multitud de criaturas con tanta diferencia entre sí, tanta pluralidad con tan rara diversidad, que ni una hoja de una planta, ni una pluma de un pájaro se equivoca con las de otra especie.

—Es que atendió —ponderó Critilo— aquel sabio Hacedor no sólo a la precisa necesidad del hombre, para quien todo esto se criaba, sino a la comodidad y regalo, ostentando en esto su infinita liberalidad para obligarle a él que con la misma generosidad le sirva y le venere.

—Conocí luego —prosiguió Andrenio— muchas de aquellas frutas, por habérmelas traído mis brutos a la cueva, mas tuve especial gusto de ver cómo nacen y se crían en sus ramas, cosa que jamás pude atinar, aunque lo discurrí mucho; burláronme otras no conocidas con su desazón y acedía.

—Ese es otro bien admirable asunto de la divina providencia —dijo Critilo—, pues previno que no todos los frutos se sazonasen juntos, sino que se fuesen dando vez según la variedad de los tiempos y necesidad de los vivientes: unos comienzan en la primavera, primicias más del gusto que del provecho, lisonjeando antes por lo temprano que por lo sazonado; sirven otros, más frescos, para aliviar el abrasado estío, y los secos, como más durables y calientes, para el estéril invierno; las hortalizas frescas templan los ardores del julio y las calientes confortan contra los rigores de el diciembre: de suerte, que acabado un fruto, entra el otro, para que con comodidad puedan recogerse y guardarse, entreteniendo todo el año con abundancia y con regalo. ¡Oh próvida bondad del Criador, y quién puede negar aun en el secreto de su necio corazón tan atenta providencia!

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