CRISI SEXTA

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Cargos y descargos de la Fortuna

Comparecieron ante el divino trono de luceros el hombre y la mujer a pedir nuevas mercedes: que a Dios y al rey, pedir y volver. Solicitaban su perfección de manos de quien habían recibido el ser. Habló allí el hombre en primer lugar y pidió como quien era, porque viéndose cabeza, suplicó le fuese otorgada la inestimable prenda de la sabiduría. Pareció bien su petición, y decretósele luego la merced, con tal que pagase en agradecimientos la media anata. Llegó ya la mujer y, atendiendo a que, si no es cabeza, tampoco es pies, sino la cara, suplicó con mucho agrado al Hacedor divino que la dotase en belleza.

—Fata la gracia —dijo el gran Padre celestial—; serás hermosa, Pero con la pensión de tu flaqueza.

Partiéronse muy contentos de la divina presencia, que de ella nadie sale descontento, estimando el hombre por su mayor prenda el entendimiento, y la mujer la hermosura: él la testa y ella el rostro. Llegó esto a oídos de la Fortuna, y dicen quimereó agravios, dando quejas de que no hubiesen hecho caso de la ventura.

—¿Es posible —decía con profundo sentimiento— que nunca haya él oído decir: «Ventura te dé Dios, hijo…», ni ella: «Ventura de fea…»? Dejadles y veremos qué hará él con su sabiduría y ella con su lindeza, si no tienen ventura. Sepa, sabio él y linda ella, que de hoy adelante me han de tener por contraria: desde aquí me declaro contra el saber y la belleza. Yo les he de malograr sus prendas; ni él será dichoso, ni ella venturosa. Desde este día aseguran que los sabios y entendidos quedaron desgraciados, todo les sale mal, todo se les despinta; los necios son los venturosos, los ignorantes favorecidos y premiados. Desde entonces se dijo: «Ventura de fea…» Poco vale el saber, el tener, los amigos y cuanto hay, si no tiene un hombre dicha; y poco le importa ser un sol a la que no tiene estrella.

Esto le ponderaba un enano al melancólico Critilo, desengañándole de su porfía en querer ver en persona la misma Sofisbella, empeño en que le había puesto el varón alado; el cual, sin poderle satisfacer, se le había desaparecido.

—Créeme —decía el enano— que todo pasa en imagen, y aun en imaginación, en esta vida: hasta esa casa del saber toda ella es apariencia. ¿Qué, pensabas tú ver y tocar con las manos la misma sabiduría? Muchos años ha que se huyó al cielo con las demás virtudes en aquella fuga general de Astrea. No han quedado en el mundo sino unos borrones de ella en estos escritos que aquí se eternizan. Bien es verdad que solía estar metida en las profundas mentes de sus sabios, mas ya aun ésos acabaron; no hay otro saber sino el que se halla en los inmortales caracteres de los libros: ahí la has de buscar y aprender.

—¿Quién, pues, fue —preguntó Critilo— el hombre de tan bizarro gusto, que juntó tanto precioso libro y tan selecto? ¿Cúyo es un tan erudito museo?

—Si estuviéramos en Aragón —dijo el Pigmeo—, yo creyera ser del duque de Villahermosa, don Fernando; si en París, del erudito duque de Orliens; si en Madrid, del gran Filipo; y si en Constantinopla, del discreto Osmán, conservado entre cristales. Mas, como digo, ven conmigo en busca de la Ventura, que sin ella ni vale el saber ni el tener, y todas las prendas se malogran.

—Quisiera hallar primero —replicó Critilo— aquel mi camarada que te he dicho que echó por la vereda de la Necedad.

—Si por ahí fue —ponderó el enano—, sin duda restará ya en casa de la Dicha, que antes llegan ésos que los sabios; ten por cierto que le hallaremos en aventajado puesto.

—¿Y sabes tú el camino de la Dicha? —preguntó Critilo.

—Ahí consiste la mayor dificultad; que una vez puestos en él, nos llevará al colmo de toda felicidad. Con todo, paréceme que es éste en lo desigual; demás que me dieron por señal esas yedras que arrimadas se empinan y entremetidas medran. Llegó en eso un soldado muy de leva, que es gente que vive apriesa, y preguntó si iba bien para la Ventura.

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