I: Se acabo el amor?

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   Jamás te perdonaré. Ya no te quiero. Jamas volveré a hacer el amor contigo.


   Cuando adoptamos a Mahoro encontré en ti el padre que nunca tuve y te adoré. Te adoré por la ternura con que la tratabas, por cambiarle los pañales, por prepararle la cena, por llevarla al medico y por sostenerla en tus brazos mientras el médico le cocía el corte en el dedo, mientras yo estaba en casa concediendo una entrevista. ¿Te sentiste agobiado alguna vez por los cuidados que le diste? Tal vez sí. En ocasiones, pensaba que tú eras mejor que yo en eso. Cuando Mahoro tenía una pataleta, chillaba y daba patadas en el aire, sabías calmarla mejor que yo. A pesar de tu genio violento, eras un padre tiernísimo.

   No siento mucha ira en este instante. La emoción más fuerte ahora es la tristeza y el dolor, como si hubieras muerto de repente o como si nuestro amor hubiera quedado destrozado en un accidente.

   Nuestro amor, el combustible que nos mantuvo en marcha durante quince años, adelante sin mirar atrás. Nuestros cuerpos, irresistibles el uno para el otro; el traslado de Kioto a Seúl, de Seúl a Tokio. La aventura de reformar la casa, la adopción de los niños. ¿Qué os parece ser padres? Nos preguntó el médico del hospital de Seúl, cuando fuimos a conocer a Mahoro. No lo sabía. Lloré sobre el cuerpo diminuto de Mahoro. Katsuma, nacía en el hospital de Tokio mientras esperábamos delante del hospital nerviosos, apoyándome en tu pecho para calmarme y sintiendo el olor a cuero de tu chaqueta. Nuestro amor: manuscritos amontonandose en los escritorios, leyendo a diario las paginas escritas por el otro. La edición de la revista, día y noche, las impresoras en marcha, nosotros comiendo bocadillos en nuestro viejo Mustang, mientras entregábamos paquetes a las librerías. Nuestro amor: fiestas y lecturas, siempre justos de dinero. Tu miedo constante a causa del dinero. Sexo y discusiones y reconciliaciones y cuerpecitos de niños que se deslizaban entre nosotros en medio de la noche con su olor dulce que nos daban calor.

   La densidad de aquella vida, su olor y sabor particulares; no podría encontrar palabras para describirla. Solo sé que me he llenado de ella.



   Si no fuera por los niños no habría estado aquí a tu vuelta de China. No estaría aquí ahora.


   Una noche más. Retuerces la daga para causar el mayor daño posible.

   Pero ¿por qué? ¿Qué ocurrió?

   Mi agresividad es tan pasiva, dices, no entiendo cómo lo soportas. Si yo estuviera en tu lugar, ya te habría echado a patadas. Admiro lo que haces. No creas que no me doy cuenta. Eres muy valiente.

   Lo sé, contesto. Es porque te quiero.


   Son las cuatro o las cinco de la mañana y estamos desnudos en la cama, abrazados. El compañerismo fácil de unos cuerpos que saben cómo hacer que el otro disfrute. Creo en nuestro vínculo. Creo que todavía nos queda esto. Que, en el fondo, aún sientes algo por mí.

   Quizá, dices con brutal sinceridad o tal vez para provocarme, pero yo no lo siento así.

   Sigues enfadado conmigo ¿vedad?

   Quizá.

   ¿No te gusta esta casa? ¿no te gusta bajar a desayunar conmigo por la mañana? ¿no te gusta lo que tenemos?

   Sí, susurras.

   Pero aún así ¿quieres prescindir de esta magnífica relación sexual, de esta magnífica casa, de la vida con los niños; quieres dejar todo esto?

   Como respuesta, te levantas malhumorado y bajas a preparar café. Lo tomamos en silencio sentados a la mesa.

   Sé que intentas provocarme para que te eche a patadas, pero no lo haré. Si quieres irte, tendrás que ser tú quien tome la decisión. La verdad es que no puedo soportar la idea de que te vayas.

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