VIII: Estar aquí.

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   Me quieres. No me quieres.

   ¿Cómo puedes no quererme? No creo que no me quieras. Todos mis sentimientos están apagados, dices. No sé lo que siento.

   Esto es lo que yo siento: rabia y ternura, desprecio y asco, decepción y amor eterno, desesperación y deseo, un dolor abrumador y humillación. Todos al mismo tiempo. ¿Y tú no sientes nada? Tienes los ojos muertos. En la cama, por la noche, sin luces encendidas, empujas tu cuerpo entre mis muslos. Perdemos el aliento uno en la boca del otro. Hay un pulso entre nosotros. Nuestros cuerpos se desean. Siempre seremos amantes ¿no lo sabes?, te susurro y me estiro entre tus brazos.

   Te quedas mudo.

   No puedo creer que ya no me quieras.

   Pero no es esto lo que dices. Te quiero, dices. Pero me enamoré de él.

   Conduciendo de vuelta de la universidad analizo la diferencia entre amar y estar enamorado.

   Un día haces el amor con él y al día siguiente conmigo.

   Hay días en que creo que podría vivir así: compartirte con él. Otros, la rabia me sofoca: debes reír con él, la cabeza ladeada, los hombros apoyados en la pared, el cuerpo ofrecido. No necesitas conquistar. Te gusta que tomen la iniciativa. Así me conseguiste a mí. Me hiciste sentir como el amante más aventurero, el hombre más sexy de la Tierra.

   Ahora es él el que te deslumbra. Dejas que se te acerque y lo tomas entre los brazos. Te quiero, le dices. Estoy enamorado de ti. Quiero estar contigo. Quiero vivir contigo. Le acaricias el pelo. Lo miras a los ojos, tus ojos se funden el los suyos, como hacen los amantes.

   Pero aún me quieres a mí. Aún me deseas a mí. Aún vives conmigo.

   Dijiste que soy el amor de tu vida.

   Me lo dijiste en aquel pequeño bar, tus piernas entrelazadas con las mías, un vaso de whisky en la mano. Fue hace poco más de un año. Eres el hombre de mi vida, te dije, y nos besamos con pasión.

   ¿Te acuerdas?

   Y ahora ya no sabes. Él podría ser el siguiente hombre de tu vida, dices.

   ¿Cómo puedes?

   Me quieres. No me quieres.


   Hoy, sábado, has pasado casi todo el día con nosotros. No creo que hayas pasado un sábado entero en casa desde hace meses. Esta noche iremos juntos a una fiesta de cumpleaños. Hoy has estado aquí, no en otra parte. Hay menos tensión y puedo relajarme un poco.

   

   Anoche, en la fiesta de cumpleaños, pasé a la ofensiva. Estabamos sentados juntos en un sofá, hablando de nosotros.

   Ya no estoy aquí, me dijiste. Si tuviera dinero, me habría ido. Al menos, es lo que me digo. Pero estoy sin blanca.

   No quieres irte, te dije. Es como si estuvieras dividido en dos.

   Es cierto, dijiste.

   Si estás aquí, es porque quieres. Si has de irte, vete. Nadie te retiene. No llevas una bola de hierro atada al tobillo. La puerta está abierta.

   Te reírte y dijiste: usas conmigo la misma psicología que con Mahoro.

   Yo también me reí.

   Una vez me dijiste que soy el hombre más inteligente con el que has estado, dije. Has obrado por rebeldía, querías infringir todas las normas. Pero estás jugando con fuego y te vas a quemar. Debí haberme enfrentado a ti hace un año, pero me sentía muy inseguro, muy débil en la relación. Además, no entendí las señales. O tal vez seas tú. No entendí. Me arrollaste. Creías que me tragaría cualquier cosa. Te olvidaste de quién soy.

  Más tarde, mientras volvíamos caminando a casa, te dije: estoy loco por ti, si no, no me molestaría, sé lo que tenemos entre los dos. Pero no seré tolerante para siempre. Me vas a perder, Kacchan.

   Lo sé, dijiste.

   Y cuando llegamos a casa, te dije: ¿sabes qué es lo que más me fastidia? El que levantes un muro entre los dos porque te asusta tanto volver a quererme. Me has traicionado desde hace más de un año, también lo puedes traicionar a él. Yo llegué primero, es conmigo con quien tienes un compromiso.

   Te reíste.

   En la cama, derribaste por fin el muro y me cogiste en brazos. Seguimos abrazados, yo tendido sobre ti, largo rato, y sentía el pulso entre los dos. ¿Qué hay entre nosotros, te pregunté, es sexo? No, dijiste, es noventa y conco por ciento de emoción y cinco por ciento sexo. Me reí: además sabemos cómo hacerlo. También te reíste. Hablamos largo rato. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan cerca de ti. Te toqué el cabello, pase los dedos entre  ellos. Hicimos el amor otra vez por la mañana.

   Pero cuando volví a casa después de dejar a Katsuma en casa de un amigo para jugar, te habías ido. Esto me trastornó un poco, después pensé que habías ido corriendo a verlo para asegurarte de que seguías con él.

   Así que me fui de compras, compré ropa sexy, gaste tu dinero y me divertí mientras tú hacías lo que te daba la jodida gana.

   Tienes más que perder que yo. Debería ser el amante despreciado, el esposo repudiado, suplicándote que te quedes, pero me siento más vivo que nunca. De pronto, soy yo el que te dice: se me va a acabar la paciencia y lo perderás todo.


   Le había dicho a mi madre que no viniera por Navidad. Creía que su presencia complicaría las cosas. Tal vez fuera cobardía, miedo de afirmarme delante de ti: así paso las Navidades, te guste o no. Pero Mahoro y Katsuma se confabularon y dijeron que no podíamos esperar que la abuela Inko comprara regalos y no invitarla, que así era la tradición navideña y que no sería Navidad sin ella. Estuve de acuerdo: si quieres fastidiarte la vida no tengo por qué permitir que fastidies la mía.

   Ya no estoy aquí, dijiste. Si tuviera dinero... Sí, ya te has hecho un mapa de la ruta de partida. Ya veremos hoy: esperas noticias de Kioto, una idea que pasaste a tu agente y que podría convertirse en una gran película comercial. Solo la idea te reportaría mucho dinero.

   No te estoy reteniendo. Si quieres irte, vete. Coge el dinero y corre, Kacchan.


   No has recibido ninguna llamada de Kioto.


   Te has vuelto a afeitar. No me di cuenta enseguida. Normalmente, me fijo en todo lo tuyo.

   Me encantaba tu barba de tres días. La encontraba muy sexy. Pero últimamente no es a mí a quien tratas de complacer.

 Pero últimamente no es a mí a quien tratas de complacer

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