Prólogo

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Duele.
Arde.
Repiquetea.

Cuando te rompen el corazón suelen presentarse infinitas emociones mezcladas, y no simplemente una como todos piensan; aquella miscelánea era la que aumentaba la complejidad para olvidar y cicatrizar un navajazo al corazón.

Enojo, impotencia, añoranza, furia, envidia, melancolía, nostalgia, pesar y sobretodo tristeza.


No había sido la primera vez, pero si la que más le había dolido, la que más mortificó su alma y magulló su corazón porque la tenía, ella era suya, pero la dejó ir, la perdió de la manera más tonta por sus inseguridades y los obstáculos fuera de su alcance. Pero él bien sabía que la protegió -o esperaba que hubiese sido de esa forma-; lo hizo por encima de su propia felicidad. Y no existía mayor sacrificio que ese.

Las mañanas eran azules grisáceas, vacías de luz alguna, frías todo el tiempo, casi como un invierno prolongado y alargado. Todos sus días eran iguales, y sus noches eran peores e inconciliables. Shishio, siempre sentado en la soledad de su hogar, recurría a una cajetilla de cigarros para calentar sus labios y a un par de vasos con whisky para entibiar su garganta. La ropa no era de ayuda, ni sus chaquetas, suéteres o sus bufandas de lana, que le había regalado su madre la Navidad pasada. Nada, excepto aquellas cosas tóxicas y malas. Era como si su corazón estuviese muerto, acabado, y él sólo fuese un cadáver andante, un cuerpo deshabitado de su vitalidad, extirpado de sus esperanzas de un futuro con ella, que exclusivamente hallaba cobijo y consuelo en artículos que le brindaran un calor ficticio a su tristeza glacial, una medicina para su delirio. Algo que le hiciera olvidar su estúpida realidad.

El frío acarició las yemas de sus dedos, lo estrechó fuertemente por la espalda, vaciló en su torso con tiernos besos robados, pero fue reemplazado rápidamente por una negrura condensada, apabullante y escurridiza. Sus ojos comenzaron a arder y el fuego fue propagándose a todas las zonas que el frío había rozado hace unos momentos, estaba quemándose en vida, calcinándose por dentro.

Pero sus ojos eran los que mayor tortura sufrían. Esas lágrimas escocían sobre sus mejillas rosáceas, como si fueran dejando marcas de sangre bajo su rastro.

Suzume...

Ya eran las cuatro de la mañana y, sin cansancio alguno, se retiró hacia la cama, esperando a que las estaciones por fin cambiaran.

Cigarrillos y alcoholDonde viven las historias. Descúbrelo ahora