Capítulo cuatro

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Hacerse respetar como mujer ya es complicado, pero hacerlo como hija de Antoinette era mucho peor.

Amanda.

Mi pie derecho se movía de arriba hacia abajo al compás del ritmo de I want de One Direction. Murmuraba entre dientes la melodía mientras me quitaba mi camisa con la bandera de Inglaterra estampada. De reojo noté como Ethan apartó la mirada. Estaba echado en mi cama mientras yo tiraba mi ropa al piso. No entendía porque siempre se ponía tan nervioso cuando me desvestía frente a él, creo yo, que nos cambiaban los pañales juntos. No hay motivo para que sea así. Repasé mi figura frente al espejo de mi tocador y fruncí el ceño.

Soy tan gorda.

Me agarré la carne sobrante en las caderas mientras hacía una mueca. A diario simplemente me tomo un té, y si me da mareo, me como algunos cubos de queso. Todos los días, —con algunas excepciones, claramente—, hago ejercicio durante dos horas. Y simplemente parezco no adelgazar. Y mi madre claramente no duda en recordármelo cada vez que me observa. Quisiera no darle el gusto que me vea así, en estado de prácticamente obesidad, pero el destino me quiere mantener así.

—Soy un maldito marrano —Susurré para mí misma. Mis ojos picaron, sin embargo, con fuerza me tragué las lágrimas. Llevaba llorando demasiado tiempo.

—No digas eso —Exclamó Ethan prácticamente de inmediato. Yo me giré hacia él, su mirada estaba posada en la ventana—. Estás delgada, de hecho, demasiado... Tienes que...

—Solo lo dices porque eres mi mejor amigo —Lo interrumpí—. No necesito que me mientas, cariño. Sé mi realidad –Sonreí con amargura.

—¿Por qué siempre eres tan terca, Amanda? Solamente te gusta creer en lo que tu cabeza te dice. ¿Sabías que un estudio psicológico dijo que nos vemos peor nosotros que...

—No me des un sermón, Ethan —Suspiré—. No estoy de humor.

—Nunca lo estás... —Masculló entre dientes.

—Te escuché —Sonreí de lado volviendo hacia mi reflejo.

No valía la pena seguirme viendo. Solo me hacía daño. Era horrible, lo tenía claro. Durante toda mi vida, absolutamente todo el mundo se ha encargado de demoler mi autoestima. Sin embargo, a pesar de tener nulo amor propio, tengo el ego por los cielos.

Soy una basura, pero sigo siendo mejor que los demás.

—¡Prudence! —Grité con la esperanza que la mujer de servicio estuviese cerca.

Prudence Quinzel ha sido mi ama de llaves y nana desde que nací. Se ha encargado de inculcarme los valores que mi familia no podría tener ni sometidos a hipnosis. Humildad, amabilidad, compasión. Las bases que forjan la religión y los peores enemigos de la monarquía. No soy tonta, sé lo que mis padres y tíos han hecho para seguir en el poder. Me enferma. Por eso cuando sea reina, intentaré remedar todos los errores de mi familia, por más complicado que suene. La viejita de sesenta y pico de años entró rápidamente, luciendo su uniforme color celeste, con un delantal blanco y zapatos a juego.

—¿Si, su alteza? —Dijo suavemente haciendo una leve reverencia. Yo sonreí.

—Tráeme las opciones de vestido, tanto para mujer como hombre.

—De inmediato, princesa —Hizo una reverencia de despedida y se apresuró a traer lo encargado.

—¿Y hombre para qué? —Exclamó Ethan cuando ella cerró la puerta. Yo volví hacia él.

—Pues para ti, idiota —Sonreí—. ¿Crees que me voy a meter al nido de arpías sola? Harry siempre me acompañaba... Ahora es tu deber —Arqueé una ceja.

P.D. Recuérdame © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora