Capítulo 20| Madre.

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MADRE.

Un estruendo estrepitante despertó a Alena. De cierta manera agradecía el susto, eso le había evitado volver a caer en esa pesadilla que se repetía una y otra vez en sus noches, aquella que parecía un bucle irrompible donde todo su dolor, sufrimiento y anhelo se volvía uno para arremeter en su contra. Acostumbrada a despertar en medio de las madrugadas, se sentó sobre la cama, adaptó sus ojos azules a la penumbra y se calzó las pantuflas. Hacia frio, todo estaba más gélido de lo normal.

Tomó una linterna de su mesita de noche y se colocó sobre los hombros una bufanda vieja. Recorrió junto el arrastre de sus pantuflas todo el pasillo. Se detuvo en la habitación de Irwyn y Aspen; los dos dormían pacíficamente, bien cobijados y calientitos. Al pasar a la habitación de Maia se encontró con que aún no regresaba de su baile, por lo que, no se preocupó en revisar de la habitación de Jeremiel, él tampoco debía haber llegado.

Restregó sus ojos, somnolienta. Ya había olvidado el porqué de su despertar, lo único que quería y la mantenía despierta era escapar de sus pesadillas. Así que, bajó las escaleras y se detuvo en el descansillo. La puerta principal de su casa se abrió, el crujir de las bisagras le aceleró el corazón y, con su latido retumbando el oído interno, dejó caer la linterna ante la imagen que se le presentaba al frente.

Todo rastro de sueño desapareció para ella.

—¡Oh, Dios! —las palabras le salieron desde lo más profundo de su alma— ¡¿Qué ha sucedido?!

Jeremiel entraba con el cuerpo de Maia en sus brazos. Detrás de él, Suriel y Cielle, con sus rostros heridos y varias partes de sus cuerpos ensangrentadas, al igual que sus vestimentas. Alena corrió hasta ellos, se le notaba en el rostro la desesperación del momento.

—¡Maia! ¡Pequeña!

Alena le tomaba el rostro, la sacudía para hacerla reaccionar.

—Ella está bien —Jeremiel la detuvo sujetándola por la muñeca. Alena le regresó una mirada al borde del llanto— ella estará bien. Solo necesita descansar.

No dijo más, la soltó y se apartó. El silencio de la noche presenció cómo Jeremiel subía las escaleras, con el rostro lleno de golpes, el traje roto y las manos ensangrentadas hasta llegar a la habitación de Maia. Ahí, la dejó sobre las sábanas blancas. El rostro de la rubia estaba menos golpeado que el de los demás, tan solo tenía unas marcas rojas en el cuello.

Jeremiel sintió rabia. Demasiada rabia. Deseaba ir por aquel bastardo que le marcó el cuerpo, el mismo que había suplicado vivir y que, se quedó tirado en el suelo del callejón, llorando y pidiendo perdón como un niño. Jeremiel cerró los ojos un momento, la imagen de Maia con la espada en mano le invadió la mente y un escalofrió le recorrió la espina dorsal.

Al abrir los ojos se encontró con la mirada zafiro puesta sobre él. Las lágrimas se acumulaban en sus pestañas rubias, para luego caer por sus mejillas. Jeremiel le limpió las lágrimas en silencio. Luego le acarició los labios color manzana que temblaban con miedo.

—No... no recuerdo nada —gimoteó Maia.

—Tenemos la espada —contestó él con una sonrisa.

Maia sonrió, contagiada por él. Ninguno lo pudo evitar, Jeremiel tomó a Maia entre sus brazos, el rostro de ella se hundió en su pecho, y rompió a llorar; gimoteando, quejándose y gritando. Jeremiel evitó llorar, quería tan solo abrazarla hasta que se tranquilizarla. Él quería quitarse esa imagen del rostro: la que le mostraba a una Maia distinta, que imponía miedo en demonios y pecadores.

—¿Qué sucedió? —murmuró ella después de unos minutos. La cabeza le dolía y las cuencas de los ojos le ardían. No podía mantener la vista fija en Jeremiel porque le cansaba— No recuerdo más allá de la llegada de Cielle y Suriel. Fue como en uno de mis sueños, no era yo, Jeremiel. Lo juro, lo que sea que haya sucedido no era yo.

SANGRE #1 ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora