"¿Qué soy?, ¿Quién soy?" pt.1

157 29 1
                                    

El fantasma de un corredor me ha perseguido durante toda mi vida. Nací un 26  de marzo de 1935 en Chiang Mai.
Mi padre era un fanático del atletismo:
recuerdo que me llevaba con él a las competiciones de atletismo y me cargaba en brazos para que pudiera ver por encima de la multitud, las figuras lejanas y veloces de hombres en pantalón corto y camiseta.
—Míralos, hijo —me decía—, ¿verdad que son increíbles?.
Mi padre, Joss Thitiwat, era un hombretón robusto, mitad Inglés y mitad Tailandés, que poseía una pequeña Imprenta en Chiang Mai. Entre 1941 y 1945 estuvo en la guerra del Pacífico, luchando con los marines. Presenció la invasión  a Siam y volvió a casa con una ligera cojera y con el Corazón Escarlata. Era un hombre estricto, pero también cariñoso y alegre, y yo lo adoraba. Mi madre y yo no estábamos tan unidos: era una Tailandesa tradicional devota y trabajadora, pero un poco distante y siempre muy nerviosa. Tanto mi padre como mi madre eran acérrimos protestantes y me dieron la educación que cabía esperar—, no fumes, no bebas, no bailes, jura lealtad a la bandera… Y el atletismo. Para mi padre, correr casi formaba parte de su religión.
—Los corredores —solía decirme— sí que son hombres de verdad. El béisbol es para los críos y el fútbol americano es cosa de tarados. El atletismo requiere mucho más esfuerzo y disciplina que ningún otro deporte.
Irónicamente, fue mi padre, aquel hombretón maravilloso y heterosexual, quien me enseñó a sentir verdadera adoración por los hombres.
Según los estereotipos, yo debería haber tenido un padre controlador y una madre temible, tendría que haber desarrollado trastornos emocionales y tendría que haberme mostrado tímido con las chicas, pero ése no fue el caso, ni mucho menos. Mi padre no tenía nada en contra de las chicas, aunque eso no estuviera en consonancia con su puritanismo en otros campos. El sexo, decía, formaba parte de la naturaleza de los hombres de verdad: yo aún estaba en la escuela primaria cuando descubrí lo apremiante y poderosa que era esa parte de mi naturaleza.
Cuando llegué al Chiang Mai international School, lo que más me importaba era entrar en su famoso equipo de atletismo. Yo no era muy buen estudiante, pero me esforzaba, porque si sacaba malas notas mi padre me reñía y me preguntaba que qué estaba haciendo con las facturas del colegio que a él le costaba tanto esfuerzo pagar. Me encantaba competir y enfrentarme a los otros chicos. Correr, sin embargo, también era bueno en sí mismo: por la disciplina y por el placer del movimiento. Físicamente, el atletismo me hizo distinto a los chicos (especialmente los gordos y consentidos, a quienes despreciaba) que no practicaban deportes exigentes. Muy pronto empecé a pensar en mí mismo y en todos los corredores como en seres humanos de una especie superior.
Las vacaciones de verano las pasábamos siempre en las Chiang Ria. Mi madre tenía asma y decía que el aire de la ciudad le sentaba mal, y a mi padre le encantaba pescar, así que teníamos una pequeña cabaña en una zona apartada de las montañas. Mi padre venía en coche para pasar los fines de semana con nosotros y yo, que me pasaba el resto de la semana a solas con mi madre, lo echaba mucho de menos. Por eso empecé a salir muy a menudo: me juntaba con otros chicos y vagabundeaba con ellos durante todo el día. Un verano, entre el penúltimo y el último curso del instituto, conocí a un chico a quien llamaré Saint. Su familia acababa de comprar una cabaña de verano por allí cerca. Saint era de piel muy blanca, tenía los ojos grandes y llenos de vida y su mirada era serena.
Era delgado y su piel era lo que más destacaba. Resultó que también era corredor y a los dos nos ilusionó tanto descubrir que teníamos una pasión en común que muy pronto nos convertimos en íntimos amigos.
En realidad, mis sentimientos hacia él se volvieron tan fuertes que ahora me pregunto por qué no supe interpretarlos correctamente. Tal vez porque mi educación sobre estas cosas era bastante pobre. Mi padre me había contado lo que creía que yo debía saber respecto a las chicas, pero jamás me había dicho que esos sentimientos pudieran darse también entre dos chicos. Qué yo supiera, no existía un nombre para lo que sentía pero me di cuenta, de forma instintiva, que aquel sentimiento era algo que debía ocultar a todo el mundo, incluso a Saint y a mí mismo. Saint, probablemente, experimentaba la misma confusión que yo.
Durante aquel verano, buscaba febrilmente cualquier oportunidad para estar conmigo, pero jamás analizó sus sentimientos.
Una hora sin Saint era una pérdida irreparable. Íbamos a pescar, hacíamos excursiones o nos tumbábamos al sol y hablábamos de atletismo. Soñábamos con llegar a ser destacados corredores en la universidad y con participar en los Juego Olímpicos. Cada día íbamos al bosque y corríamos quince o veinte kilómetros por caminos solitarios.
Cruzábamos riachuelos y corríamos entre los arbustos de Mae Salong.
Poco después de conocernos, las plantaciones de té de Mae Salong florecieron e inundaban todo el lugar de un aroma increíble. Subíamos colinas y luego las bajábamos corriendo, libres como dos ciervos. Hiperventilados y llenos de energía, corríamos bajo los rayos del sol que se abrían paso entre las ramas de los árboles. En mi mente, el acto de correr estaba estrechamente ligado a lo que sentía cuando él estaba cerca.
A varios kilómetros de distancia, en el bosque, había un lago pequeño, solitario y cristalino. Cuando llegábamos allí, nos desnudábamos y nos íbamos a nadar. Yo había visto cientos de chicos desnudos en los vestuarios de la escuela, pero, cuando vi a mi querido amigo desnudo, mis sentimientos se transformaron en deseo sexual. Confuso y angustiado, tratando de actuar con naturalidad, siempre reprimía aquel sentimiento.
Aparentemente, Saint hacía lo mismo. Y así fue cómo desaprovechamos el verano de 1952. Al final de nuestra última carrera, cuando nos acercábamos al límite del bosque pero aún no teníamos a la vista las cabañas, Saint se detuvo de repente y me dijo:
—Quiero despedirme aquí.

El corredor de fondo (adaptación OhmFluke) -Libro 1-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora