Prólogo

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De nuevo estaba aquí, justo en este mar de emociones junto al que había roto mi corazón. No podía soportarlo más; ya era suficiente. Tantas noches había llorado y creí que, por fin, lo había superado. Pero no, maldición. Allí estábamos, jugando el uno con el otro como si nuestros corazones fueran unos simples peluches que podían ser maltratados una y mil veces.

-Para – espeté, mirando por la ventana.

Vi que se resistió a mirarme, y lo agradecí. No quería que me viera así tan vulnerable, a punto de derrumbarme frente a él. No quería que me viera sufrir ni llorar; no se merecía ni una sola lagrima de mi parte.

-No – dijo, así sin más.

Me volteé a mirarlo, mandándole dagas con mis ojos claros.

-No tienes derecho a hacerme esto – le dije, - ya no más.

Me mordí el labio inferior cuando escuché que maldijo por lo bajo. No iba a parar, y eso lo sabíamos los dos. Mi corazón retumbaba en mis oídos junto con la llovizna que se presentaba afuera. Me dolía el pecho y odiaba sentirme de aquella manera.

No iba a dejar que me mandara como si fuera suya... ya no lo era. Tal vez, ni siquiera lo fui alguna vez.

-Voy a bajarme, Nate, y no hay nada que puedas hacer al respecto – le advertí. No aguantaba estar en ese mismo auto con él. No quería estarlo –. Para – volví a decirle.

-Joder, Becka, no pienso parar – dijo de nuevo –. No hasta que me escuches.

Solté una risa sin gracia.

-No tengo nada que escuchar de ti. No quiero tener nada que ver contigo, ¿no lo entiendes? – espeté con un sabor amargo en mi lengua – ¡Para!

Tal vez era estúpida por querer bajarme en medio de una llovizna – seguro y lo era -, pero tenía que hacerlo. Ya encontraría yo una forma de arreglármelas sola; tal y como lo había hecho los pasados meses. No era la misma que antes, y Nate lo sabía.

Escuché un rayo sonar a lo lejos y me sobresalté en mi asiento. Estaba un poco asustada – bueno, demasiado, a quien iba a engañar. Una tormenta nunca trae buenas cosas; eso lo supe desde el pasado 14 de abril en la fábrica. No quería recordarlo una vez más, ya me había torturado demasiadas veces. Pero quería bajarme y alejarme de Nate...

Había unos cuantos carros y camionetas en aquella calle, muchos que me sorprendí. Las luces rojas de los autos se reflejaban en el parabrisas frente a mi, aunque era difícil de percibir puesto que las gotas que caían nublaban nuestra escasa vista. La voz de la radio decía cosas estúpidas sobre el clima y sobre la canción que estaba de moda; no le puse cuidado a ninguna de las dos cosas. Mi cabeza estaba hecha un lío, mi corazón destrozado y ya faltaba poco para que mi labio inferior empezara a sangrar por la fuerte presión que le estaba ejerciendo.

-Te dije que me quiero bajar – dije, con fuerza y sabiendo que me iba a oír –. Nada, absolutamente nada, va a arreglar lo que hiciste y lo que acabas de hacer. No tienes derecho, ¡En lo absoluto!

Empecé a sentir rabia dentro de mi de nuevo. Observé como los nudillos de Nate se ponían blancos por la fuerza con la que estaba sujetando el manubrio de su auto, y como se controlaba para no empezar a discutir conmigo. Pelear ya era algo muy común entre los dos.

-Vas a tener que escucharme, Becka... – habló.

-No voy a tener que hacer nada – lo interrumpí -. Solo detén el auto en esa gasolinera y así podré bajarme.

A poca distancia se encontraba un gran cartel que decía "La gasolinera feliz" ... ja, es que hasta en la carretera se burlan de mi, pensé. El cartel era rojo y alumbraba con luces blancas que podían ser visibles hasta en esta tormenta. El idiota a mi lado hizo caso omiso a lo que acaba de decir y siguió manejando. Ya, no podía aguantar más. Sentía mucha rabia, angustia y dolor en mi interior; más del que podía soportar.

-Nathaniel, - lo nombré, seca y colérica – vas a dejarme aquí.

Y se volteó a mirarme. Sentí como se recogía mi corazón en mi pecho y como empezaba a ahogarme. Después de meses, supe que así se sentía tener el corazón roto. Me dolía la garganta también, y me costaba respirar. Vi sus ojos, eso ojos verdes que sacaban chispas de rabia hacia mi.

-Tienes que escucharme, - dijo y vi algo extraño en sus ojos – hay cosas que aún no sabes, Becka...

Por más que quisiera, no podía dejar de sostenerle la mirada. Había extrañado tanto esos ojos que me odié por ello. Su rostro me era tan familiar, pero lo que me transmitía era totalmente diferente: desconfianza y tortura.

-No me importa – Dios sabía que mentía, pero no iba a caer de nuevo – ¡Para ahora mismo! - seguí diciendo mirándolo a los ojos mientras conducía.

Fue solo cuestión de segundos cuando una potente luz roja nos iluminó la cara. El resto pasó tan rápido que no tuve tiempo de procesarlo. Aquel carro derrumbó el auto de Nate de inmediato y, desde ahí, todo se volvió borroso...

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