Capítulo 3: Vuelta a casa // Parte 2

2 1 0
                                    

Como si acabase de despertar de un trance, Henry pudo recobrar la compostura, aunque con dificultad.

Estaba pasando. Todo por lo que había estado preparándose durante treinta años, por miedo a que volviese a ocurrir, estaba ocurriendo. Los horrores que sucedieron en el pueblo en el que conoció a su primer y único verdadero amor, estaban sucediendo de nuevo. La pesadilla que nunca creyó muerta, acababa de responderle. Y lo peor de todo: no logró vengarse. Su pequeña Sarah, la chica a la que tanto había amado, la chica por la que habría dado la vida si hubiese podido, la chica... con la que discutió unas horas antes de perderla para siempre... aún no había podido descansar en paz.

Sentía un repertorio de sentimientos: ira, tristeza, melancolía, terror, angustia y desasosiego.

Debía ponerse en marcha.

Corrió hacia las escaleras del sótano. Aún iba descalzo y su pie dejaba pisadas ensangrentadas a cada paso que daba. Estaba tan enfocado en todo el repertorio de información, recuerdos y emociones que habían llegado a su mente que no se había percatado aún de su herida. No era importante en aquel momento.

Bajó las escaleras y, una vez hubo encendido la luz, observó con una mezcla de horror, tristeza y determinación, todo en lo que había trabajado durante aquellas tres décadas: estaba todo lleno de papeles con dibujos, palabras escritas y demás esquemas de los que ni siquiera fue capaz de fijarse en aquella ocasión. Eran dibujos extraños, de extraños seres alargados; símbolos desconocidos y extrañas pinturas. Entre las palabras, en las que pudo fijarse el decidido hombre, se encontraban «fuego», «bosque», «coraza», «inmune», entre otras. Sólo una de ellas fue la única que no se atrevió a leer por completo. Tan sólo la primera letra fue suficiente para alimentar la furia que crecía en su interior. Empezaba por la letra W.

Ignorando todo, se dirigió hacia un armario forrado con cota de mallas, lo abrió y, de su interior, agarró un macuto verde oscuro que se veía desgastado, y una escopeta recortada. Guardó el arma en su interior, junto con varias cajas de munición.

«Supongo que, en el peor de los casos, podré ralentizarla con esto», pensó, aunque poco convencido. En aquel momento, todo lo que había aprendido para esa ocasión, y todo en lo que se había preparado, no parecía darle ni una pizca de confianza. Pero, ¿qué más le quedaba?

Se dirigió hacia la mesa que se encontraba al fondo del sótano. Sobre esta, había unas sábanas blancas que tapaban algo. Henry las agarró y las retiró. Bajo ellas, se encontraba un juguetito en el que había estado trabajando durante mucho tiempo, rezando por no tener que usarlo jamás. Formado por un tubo de acero envuelto en material aislante, un gatillo, cables, un mechero y un pequeño tanque de combustible, el lanzallamas casero miraba a Henry con ansia de ser utilizado.

Lo tomó, sintiendo un escalofrío por todo el cuerpo, y apuntó al interior del sótano. Encendió el mechero y apretó el gatillo.

Una inmensa llamarada salió del tubo. Henry se apresuró en soltar el gatillo.

Una sola llamarada había bastado para que la temperatura de aquel mohoso sótano, que había vivido tiempos mejores, aumentase en bastantes grados. Henry tenía una sonrisa de oreja a oreja, Una sonrisa de loco. Una sonrisa que presagiaba lo que se proponía.

Una vez hubo apagado el mechero y puesto el seguro, guardó el lanzallamas en el macuto. Abrió el cajón de la mesa y, de su interior, agarró una única cosa: un cuaderno gordo y muy desgastado, cuyas hojas parecían haber sido escritas totalmente. Era su diario de investigación. En él, había anotado absolutamente todo lo que había aprendido. Era una especie de manual para...

Lo guardó también en el macuto y, tras cerrarlo, se lo colgó en la espalda.

Subió, de nuevo, las escaleras y se dirigió a la puerta de la casa. No fue sino un instante antes de abrirla, cuando se percató de que: 1) tenía una herida en el pie, y 2) no llevaba zapatos.

Soltó el macuto en la puerta y se dirigió al baño, no sin antes guardar el marco con la foto de Sarah en su interior.

Del armario que había tras el espejo del lavabo, cogió una venda con la que tapó su herida. Se sentó en el váter y se calzó unas botas de cuero, también bastante desgastadas.

Antes de salir del baño, decidió pasar unos segundos para verse en el espejo. Era horrible. Cualquier rastro de aquel joven tan hermoso, que había alcanzado el primer puesto del ranking de chicos guapos del instituto Brinchburg, había desaparecido. En aquel espejo solía verse el rostro del miedo, de la desesperación; un hombre roto, marginado por voluntad propia de todo y todos. Su rostro estaba lleno de imperfecciones: manchas y puntos negros campaban a sus anchas en la tez, junto a unas negras ojeras que caían de sus ojos, ahora ya nada brillantes. Tenía el pelo encrespado y sucio, al igual que su barba de una semana. ¿Cuánto tiempo había pasado sin verse en un espejo? No lo sabía, pero no tenía tiempo que perder.

Se agachó en el lavabo con la intención de enjuagar un poco su cara. Y cuando levantó de nuevo la cabeza hacia el espejo, sintió como si un puñal se le hubiese clavado en el corazón.

En el reflejo estaba el rostro de la criatura. Aquella puta niña lo miraba desde el espejo, con aquella sonrisa formada por cuchillos. Y sólo durante un segundo, vio la cara de Sarah. La cara de su querida Sarah, con una expresión de sorpresa y llena de sangre. Y, después, vio su propio rostro, transformado en aquella cosa, en aquel monstruo.

Agarró el pequeño banquito que había junto al váter y lo estampó contra el espejo. Miles de cristales volaron por el baño. Henry volvió a sentir miles de cosas a la vez, cada una con más intensidad que la anterior.

Salió corriendo del baño. Debía irse de inmediato.

Agarró el macuto y abrió la puerta.

Cesta de margaritasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora